domingo, 8 de diciembre de 2024

Lo efímero

LO EFÍMERO

No sujetó la mano de Sandra entre las suyas, por más que ella se lo pidió, ni aspiraron y expiraron juntos, acompasadamente, mientras empujaba. No le apartó su flequillo pegado a la frente por el sudor, ni le susurró al oído cuánto la amaba. Tampoco lloró ni moqueó con ella, mejilla con mejilla, juntando sus lágrimas, ni la llenó de besos cuando la cabecita cubierta de pelo negro de Nacho empezó a asomar entre sus piernas. No sujetó al recién nacido entre sus brazos cuando la enfermera se lo ofreció, ni sintió el latido del cuerpecito tibio, ni olió su piel, ni cortó el cordón umbilical. Tenía las manos ocupadas y la vista fija en lo que estaba grabando, muy pendiente de que la imagen quedase bien enfocada.

Mientras ocurría el milagro de la vida, él lo veía a través de la pequeña pantalla de su móvil. Porque las cosas importantes, pensaba, hay que conservarlas.

Cuando salió del paritorio y fue a revisar el vídeo se quedó anonadado: por los nervios, no había pulsado el botón de «Play» y no había grabado nada.

 

Voyeur

VOYEUR

Aunque va Lulú nombre de guerra vestida de chacha, los taconazos no desentonan nada, al revés, le dan un aire de femme fatale. Lleva unos minutos batallando fingiendo batallar con una mancha imaginaria en un espejo de pie situado frente a la puerta del balcón que previamente ha abierto de par en par. También ha dejado encendida la lamparita de luz cálida.

Con las piernas estiradas, doblada sobre la cintura, la minifalda tan subida que ya no cubre nada, está frota que te frota, culo en pompa, meneando de un lado a otro las nalgas. No lleva bragas. Del delantal, minúsculo y ceñidísimo, rebosan unas tetas grandes y blancas y a ratos restriega despacito contra la superficie fría los pezones, el clítoris, haciendo círculos, sujetándose excitada con las manos al marco, fantaseando con estar siendo acariciada con la mirada húmeda de un vecino solitario como ella y sintiendo ascender oleadas de placer desde el pubis. Cuando llega el gemido triunfal a la garganta lo contiene, ahogándolo, para que dure más rato.

Entonces María Luisa, su nombre de verdad, se pone la bata, sale al balcón y con una sensación agridulce contempla la calle vacía, la ciudad dormida, la noche desolada. 

 

Tradición oral

TRADICIÓN ORAL

Contaban que, por San Lucas, unos querubines rechonchos y rubicundos acudían a chapotear al lago de la sierra que discurría luego hasta la fuente del pueblo. Y que quien ahí bebía gozaba de sus beneficios. Pero igual que la corriente fue erosionando el lecho de roca, la leyenda, al pasar siglo tras siglo de boca en boca, también sufrió un importante deterioro.

Y si antes esa agua dejaba la piel con brillo, era una bebida sana y favorecía las digestiones, ahora provoca sarpullido, almorranas y flemones. Así que, por muy cristalina que parezca, han clavado encima un letrero de «No potable» y nadie se acerca.

 

Terapia

TERAPIA

Para evitar mandar hacer tantas resonancias y tacs innecesarios, el neurólogo ha ampliado el tiempo que dedica a sus pacientes. Ya no es suficiente con que le cuenten lo insoportables que son los pinchazos en el pecho, las arritmias que tanto les angustian, el aire que no les llega a los pulmones o la presión que está a punto de hacerles estallar la sien. Tienen que ser mucho más concretos para determinar si el problema es grave de verdad o se trata de un asuntillo pasajero.

Porque examinadas de cerca las radiografías descartadas del último año, que aún conserva en un archivo del ordenador titulado «Pruebas negativas», se ha dado cuenta de que las imágenes de los cerebros captadas por los rayos X representan casi en su totalidad hombres y mujeres abandonados mirando partir a su pareja. Se ven escenas de mucho drama en esa carpeta: rostros desencajados por el dolor, caras de mucha pena, gente desdichada que no levanta cabeza, cuerpos trémulos clamando al cielo o a punto de tirarse por un puente.

Y los motivos para ello se repiten siempre: divorcios, plantones en el altar, ghosting en plataformas de ligues, cuernos y poliamores unilaterales. En definitiva, los síntomas que les conducen desesperados a su consulta, y que según ellos les impiden seguir viviendo, son el resultado de amores no correspondidos tal como ellos pretendieron.

Por eso, en cada cita, el doctor prepara infusiones y café, pone una música y luz tenues, aparta la vista de la pantalla y les pregunta, mirándoles con calidez a los ojos, por sus anhelos y miedos. Y, lo más importante, les escucha con interés. También les invita a respirar con él: aspiro siete, retengo tres, expiro seis. Siempre hay clínex en la mesa, para que se desahoguen todo lo que deseen. Y después de una charla distendida y de dar unos consejos, se despide con un apretón de manos o, muchas veces, con un abrazo sincero.

Resonancias

RESONANCIAS

No lo comentan entre ellos, pero les ha ocurrido otras veces oír conversaciones o acordes de instrumentos que se van apagando hasta que todo lo ocupa el silencio. Esta vez se trata de una melodía infantil, algo tosca: unas notas musicales que se mecen en la nada, sacudidas en un sucio vaivén, antes de desvanecerse para siempre.

Pese a su esfuerzo, no hay forma de sacárselas de la cabeza, y lo que es peor: ahora distinguen, también, la voz de una niña entonando una cancioncilla ligera. Enseguida reconocen la letra: es de unos dibujos animados muy populares, los favoritos de sus hijos, hermanos, sobrinos o nietos, y que ponen ponían, hasta hace unos meses en la tele. Y horrorizados imaginan unos deditos pequeños aporreando, despreocupadamente y sin mucha destreza, las teclas blancas y negras de un piano viejo.

La canción es pegadiza y sigue sonando en sus oídos hasta que la ceniza, negra y espesa, termina sepultándola entre cuadernos de dibujo, pinturas de colores, libros de texto. Sillas rotas, sofás reventados, bañeras partidas en dos, pedazos de tarima, paredes de ladrillo caídas. Todo ardiendo.

Y mientras con las mangueras tratan de sofocar el fuego aguzan el oído por si, entre los escombros del edificio bombardeado, no hubiese solo muertos.

Progenie

PROGENIE

Estaba en la sala de espera tratando de recordar el nombre de la planta que había junto a la ventana. En casa tenían una igual, con dos troncos juntos. Era de origen tropical, con copa frondosa y hojas finas y afiladas. Demonios, ¿cómo se llamaba?

Pese a que algunas hojas empezaban a ponerse marrones y caerse, advirtió que de la base brotaba un tallo diminuto, idéntico al principal. Y sin saber por qué, se le empañaron los ojos. Notó entonces unos dedos que apretaban los suyos, giró la cabeza y se quedó mirando la mano de la mujer, ¡anda, si tenemos las uñas pintadas del mismo color!, que estaba sentada a su lado. Al levantar la vista vio que estaba moviendo los labios y al instante rodaron en su cerebro, como deslizadas por un tobogán, dos sílabas, «ma-má», y un calorcito muy agradable le acarició como bálsamo el alma.

Una tristeza infinita oscurecía la mirada de la chica y la mano la tenía helada. Por eso le sonrió con ternura, para reconfortarla. Pobrecilla, ¿qué tendrá? La conocía, seguro, pero tampoco de su nombre se acordaba.

Sin soltarle la mano, volvió a concentrar su atención en el retoño de la planta.

Pequeño

PEQUEÑO

Que del cuerpo del recién nacido de apenas kilo y medio, aún violáceo y chorreante de los jugos de la placenta, surgiera aquel berrido, apaciguó el ánimo de los presentes, que alarmados temían estar asistiendo a un aborto.

Todo en él era diminuto y asombrados miraban sus bracitos y las uñas de sus dedos, casi transparentes. Alguien trajo un biberón que el bebé atrapó entre sus manos con fuerza, succionando con sumo deleite. Mientras los ancianos moqueaban mirando al niño, acariciando los incipientes cuernos de su frente, las mujeres del grupo amortajaban con una túnica negra a la parturienta.

Pasar

PASAR

No estaba resultándole nada fácil contarlas. Se había figurado unas ovejas mansas que irían desfilando ordenadamente ante él, haciendo sonar el cascabel, clinclinclin, en fila una detrás de otra y sin empujar.

Pero no. Avanzaban a empellones, se apelotonaban apoyando sus patas sobre las de delante, balando todas a la vez, beeebeee, montando con sus cencerros un barullo insoportable, ¡como para relajarse! Y además olían mal, pues muchas llevaban excrementos y orines pegados a las patas.

Pasaba el despertador de las dos de la madrugada cuando, por fin, vio entrar en el establo a la última del rebañ… zzzzz…

Olvido

OLVIDO

No tardaron ni diez minutos policía y voluntarios en organizarse para rastrear, centímetro a centímetro, palmo a palmo, el bosque donde apareció la bicicleta roja de Timothy. Joanna, la madre, se mordía las uñas, los dedos, los puños, intentando mantener la calma, pero conforme pasaban las horas y oscurecía, le iba flaqueando el ánimo. Llovía incesantemente y por las noches la temperatura llegaba a caer varios grados bajo cero. ¿Sobreviviría un niño de seis años solo, perdido, asustado?

La respuesta llegó a primera hora de la mañana. Alguien encontró sus botas de goma en la orilla del río y los calcetines en un charco. Más allá, su chubasquero semienterrado. Un aullido de desgarro quedó sostenido en la neblina helada del agua, para después elevarse por encima de las copas de los árboles. No hubo forma humana de calmar a la pobre Joanna, de persuadirla para volver a casa, por lo que tuvieron que sedarla allí mismo y llevársela en ambulancia con un ataque de pánico.

Durante los siguientes días y semanas siguieron buscándolo, río abajo. Encontraron su gorro de lana, sus guantes, su bufanda. Llegó la primavera, el verano, pasaron los años. En el cartel con la foto del niño que habían colgado en el tronco de algunos árboles, se fueron difuminando sus rasgos. Su naricilla pecosa, sus orejas, su flequillo largo se emborronaron, se fueron cubriendo de musgo, enredaderas y liquen y el papel fue devorado por la humedad, consumido hasta que no quedó de su carita ni rastro.

En el sanatorio mental donde vive Joanna, hoy es el primer dos de marzo que la anciana se olvida de rezar una oración por su cumpleaños.

Spoiler

SPOILER

Le traía sin cuidado la Informática a Mariló, pero decidió apuntarse al taller que ofertaban en el centro cívico al enterarse de que Genaro, un vecino del barrio al que había echado el ojo, se había inscrito. Los primeros días aprendieron a usar el correo electrónico, escribir distintos tamaños y estilos de letra en el Word, editar fotos, hacer videollamadas y otras memeces del estilo. A ella nada de eso le interesaba lo más mínimo,  pero estaba muy a gusto sentada al lado de aquel hombre compartiendo ordenador, rozando sus dedos al manejar el ratón. No hablaba nada, era sosaina y tirando a feúco, pero no olía a tabaco ni sudor, no se sorbía los mocos y llevaba el pelo, las orejas y los zapatos limpios. Y eso ella lo valoraba mucho.

Para cuando terminó el curso,  Mariló se había enganchado a Internet y cada tarde se acercaba a la sala de ordenadores a mirar páginas de mil asuntos distintos. Y navega que te navega descubrió que el mundo virtual contenía absolutamente toda la información sobre el pasado de la Humanidad, el presente y, lo que a ella le interesaba, el futuro. Antes de lanzarse a la conquista de Genaro, quería tener claro si le convenía. O dicho de otro modo: a Mariló, recién cumplidos los setenta, no le apetecía volver a enviudar y quedarse otra vez sola. Quería saber no tanto si eran compatibles como si Genaro le sobreviviría y estaría ahí para sujetarle la mano mientras ella moría. «Hay que ver», se decía, «lo que cambian las prioridades cuando una se hace vieja».

Un día dio en la Web con un programa que predecía con un 99 % de exactitud el futuro. Había que escanear una foto, introducir nombre, fecha de nacimiento y poco más, porque el resto de información lo obtenía la máquina de fuentes «protegidas». Eso hizo Mariló con la foto del candidato, y tras unos segundos de búsqueda, la computadora, de un modo muy frío y neutral para su gusto, le comunicó que con Genaro nada, que no se molestase porque le quedaban dos días con anteayer, como aquel que dice.

Así que, después de la desilusión y pasado el disgusto, la mujer ha puesto su atención en Martín, uno con boina que suele ver en el parque alimentando a patos, carpas y hormigas. El pobre  cojea un poco y se le ve sin gracia ni estilo, pero lo mismo es longevo y sirve.

Noche negra

NOCHE NEGRA

Se entretiene esta mañana recolectando las mosquitas que, desesperadas, se enredan más y más en una telaraña junto al muro del patio y metiéndolas delicadamente en un frasco de acuarela negra seca,

   «ya tenemos suficientes»

así nadie puede ver qué hay dentro. Sus ojos giran desorbitados como queriendo escapar del rostro al contemplar a las hormigas troceando en el suelo de hormigón la lagartija que aplastó ayer con un dedo.

   «cómo coleaba el bichejo; ahora mojama parece»

Luego, por la tarde, mientras los otros discuten por el mando a distancia o cabecean en la sala de la tele, él sube a su habitación,

   «nos está quedando un dibujo precioso; luego escóndelo bien»

a continuar con su obra. Es una noche oscurísima hormigas pegadas con saliva al folio vista a través de una ventana vidriera de alas de mosca. Tanto le gusta, que la fija con moco al armario.

   «¡Anormal, majara! ¿Otra vez?»

¡¡¡No me trates así!!!, solloza, angustiado. Y para acallar esa voz empieza a dar cabezazos contra la pared.

Vienen entonces los sanitarios, «cálmate», le pinchan en un brazo y, a través de la bruma, los ve despegar el papel, mirarlo, negar con desagrado, hacer una bola con él.

Lienzo

LIENZO 

Por más que rastrilla, siguen arremolinándose las hojas de roble, arce y haya que el vendaval se obstina en arrastrar del cuadro a la alfombra del salón. «Llegó el otoño», suspira la mujer. Mientras quita la hojarasca, evoca las tardes estivales que pasaba de joven ensoñándose bajo la sombra de estos mismos árboles. La primavera, en cambio, no la añora demasiado, pues de tantas florecillas que pintó en el paisaje se pasó toda la infancia estornudando.

Está sacudiendo las cortinas cuando oye el crujido de una rama a su espalda y, al girarse, descubre un ciervo que mastica despreocupadamente unos tallos. «Los años no perdonan», resopla al empujar los cien kilos de animal de vuelta al cuadro. Después, espera sentada en el sofá hasta verlo desaparecer entre el follaje.

Encuentra entonces unos huevos caídos de un nido de codorniz, muy ricos para mojar pan y unas setas que crecen al pie de un tocón. «Conviene hacer acopio, nunca se sabe», piensa mientras guarda en los bolsillos todas las avellanas que caben.

Cuando el cielo del dibujo se torna gris azabache, la anciana recoge en un moño sus canas y frota sus ojos cansados. Pronto la nieve cubrirá todo de blanco.

La habitación

LA HABITACIÓN

Iluminan los primeros relámpagos el cielo, retumban los truenos y, diluidas en ese estruendo, distingue Emily como cada vez que hay tormenta las risas marchitadas, las voces antiguas del hijo muerto.

Aguarda inmóvil en la cama, con los ojos muy abiertos. Ve entonces aterrada al niño encaramándose a lo alto del armario. Después la caída.

El golpe seco.

Pero el muchacho continúa trasteando, ajeno a su desconsuelo, y se pone a dar volteretas sobre el colchón hasta que tropieza con la mesilla de noche siempre fue un poco torpe y tira el vaso de agua. Al instante Emily, aún temblorosa, se levanta y recoge con las manos los añicos del suelo.

A la luz de los rayos que alumbran las paredes, vigila la sombra del chiquillo que no para de moverse, de fisgarlo todo, y aguanta despierta hasta que amaina el temporal y el niño se queda quieto.

Hacia las siete entra la celadora, ve los cristales rotos y va a buscar recogedor y escoba. La despertará más tarde «pobrecita,  por una vez que duerme plácidamente» para cambiarle el camisón salpicado de sangre. De los tirabuzones rubios que algunas mañanas descubre en el puño de la anciana, prefiere guardar silencio.

Incógnitas

INCÓGNITAS

Recuerda Ofelia que en sus tiempos de escuela, allá en el pueblo, no se le daban nada bien las matemáticas. Nunca fue capaz de saber cuántos caramelos juntaban entre Juan, su prima y la amiga de la prima, repartidos entre puños y bolsillos. A ella lo que realmente le interesaba era qué tipo de relación mantenían Juan y esa amiga de la prima: si era él guapo, si ella de melena rubia, si se miraban a los ojos, se sonreían y rozaban los dedos al intercambiar la mercancía.

Lo de adivinar el número de peras que había en un cesto en la frutería si el primer cliente compraba dos tercios, el segundo se llevaba tres y así hasta que no quedaba ninguna, ¡qué sabía Ofelia, menudo lío!, así que soltaba una cifra a voleo, no acertaba nunca y acababa con un cero bien redondo, grande y rojo en la libreta de cuentas.

Con las multiplicaciones y divisiones de números largos y operaciones complejas se extraviaba, hasta se le ponían los ojos bizcos. En uno de los ejercicios tenían que averiguar a qué hora exacta llegaría a Chamartín un tren de viajeros que partía de Cuenca a las ocho y diez, circulando a una velocidad media de setenta kilómetros por hora. Entonces Ofelia entornaba los ojos, dejaba vagar su mirada a través de las ventanas del aula e imaginaba cómo serían aquellos exóticos destinos.

Menudos coscorrones se llevó por este motivo. A ella, lo que le hubiera gustado saber es si el vagón era moderno, si los asientos acolchados o de madera, si un joven pasajero, apuesto y perfumado, se había subido al convoy en Cuenca, si en la estación de destino le estaría aguardando ilusionada una joven con un vestido blanco de lino y un clavel en la mano. Le preocupaba que el tren se retrasase por culpa de un árbol caído sobre las vías y la pobre chica, desairada y haciendo por fin caso a sus padres «es un muerto de hambre, no te conviene, hija», desapareciese para siempre de su vida.

Le vienen estos recuerdos a la cabeza mientras ayuda al nieto con unas sumas que le han mandado en el colegio, y siente añoranza por el niño Juan, el de los caramelos, y un poco de pena por el joven enamorado de Cuenca, todavía cogiendo trenes y buscando a su amada en aquellos cuadernos de escuela.

En marcha

EN MARCHA

Suena el timbre de la puerta mientras está viendo en la tele el periplo  de un trotamundos que se ha propuesto llegar a Pequín, partiendo desde Madrid, a pata. Y todo por senderos y caminos. Ya va por Italia. Él es más realista y se conformaría con hacer una ruta por los Miradores de Navia, que cae muy cerca de su casa.

Se levanta a abrir. Es un repartidor de Amazon que trae las zapatillas de trekking que compró el otro día por Internet. Entre las diez más vendidas eran las más caras, casi trescientos euros, pero es que tienen de todo: gore tex, espuma reactiva, memory foam, placa de fibra de carbono, suela con diferentes ángulos de tracción, amortiguación adicional… y además son súper ligeras y transpirables.

Abre la caja y se las pone, para que se vayan haciendo al pie, para que el día que las estrene y empiece a caminar por esos montes de Dios no le salgan ampollas y le dé por desanimarse. Ha acertado con el número, un 42 y 2/3, como indicaba la tabla de tallas según la longitud del talón al dedo. Tirando de una lengüeta que ofrece una fijación uniforme se las ajusta a la perfección; es una compra de diez.

«Son muy guapas, he elegido bien», se felicita sentado en la butaca, estirando las piernas, girando los tobillos hacia dentro, hacia fuera, hacia delante, hacia detrás, moviendo en el interior del calzado los dedos para cerciorarse de que no aprietan. Se pone en pie, recorre al trote el pasillo una, dos, tres veces, hasta que se cansa. «Me las dejo puestas, son más cómodas que las pantuflas», se dice complacido.

Va entonces para la cocina. Regresa al salón con otra cerveza, otra bolsa de patatas fritas y, antes de repantigarse de nuevo en el sofá, ve que el cielo se está cubriendo de nubes negras. Tiene toda la pinta de que va a llover, de que se va a poner todo perdido de barro, de que los senderos se van a encharcar. «Qué pena que se ensucien nada más estrenarlas, ¿no?», piensa mientras da un sorbo de la lata y decide mentalmente aplazar la rutilla para mejor ocasión.

Emily

EMILY

Huele en el cuarto de Jonathan a suavizante de talco, a colonia infantil, a jabón de bebé. Aún no ha amanecido cuando muchas mañanas Emily se levanta sin hacer ruido para no despertar al marido, atraviesa a oscuras el pasillo con cuidado de no pisar las maderas de la tarima que crujen, entra de puntillas en la habitación del niño y se pone a sacar de los cajones los bodies, patucos y pijamas. Desdobla todo, se lo acerca a la cara sintiendo su suavidad, lo vuelve a doblar y hace lo mismo con los abrigos y chaquetas que cuelgan de las perchas del armario.

Cuando se siente ahíta de aromas y texturas, comprueba con la ayuda de la tenue luz de la luna que ilumina la estancia que todo está en orden, suspira con nostalgia y sigilosamente regresa a su cama hasta que suena el despertados, el marido la besa y la abraza, le oye ducharse, le llega el aroma de café recién hecho y el gorjeo del niño en brazos del padre que lo está despertando

El suicida

EL SUICIDA

Estaba justo enfrente de los policías, bomberos y sanitarios, debajo de un banco de plástico y junto a un vaso vacío de Starbucks. Daba lástima verla así, en posición fetal, toda ella temblando. No podía estar más desconsolada la pobre. Lógico. Presenciar en directo cómo el hombre al que acompañaba, tras sorber con la pajita el café, saltaba a las vías, es difícil de asimilar.

Cuando cerraron la estación y quedó todo a oscuras pudimos deslizarnos desde el mundo de las sombras, acercarnos a ella, esperar a que se tranquilizara y convencerla para que nos acompañara.

El remedio

EL REMEDIO

Al principio no dimos importancia a que el lodo se llevase, junto al resto de muebles de la planta baja, el álbum de fotos de la Jacinta, una tía abuela de mamá que ninguno recuerda por qué vivía con nosotros. Bastante teníamos con vaciarlo todo, quitar el barro y limpiar paredes y suelos. Además todos temíamos su mal genio cada vez que abría el dichoso álbum, que era cada día. Se exasperaba según pasaba páginas, señalaba una foto, luego otra, gruñía con desaprobación y fruncía disgustada la nariz.

Lo permitíamos, qué remedio, sabiendo que era lo único que le quedaba: sus recuerdos. Pero desde que desapareció con la riada se dedicaba a insultarnos cuando pasábamos cerca de ella, exigiendo su álbum con un vozarrón que no sabíamos de dónde venía, pues llevaba algunos años sin hablar y sin reconocernos.

Pasados unos días, la vimos tan frágil ovillada en la mecedora del mirador que avisamos al doctor. Mientras le tomaba la tensión y le miraba la lengua con su instrumental, le contamos lo del álbum. Al día siguiente regresó con uno de una tía suya que había viajado por todo el mundo; tenía un montón de ellos y no notaría que faltaba aquel. Y como quien receta un medicamento se lo entregó a la Jacinta: una colección encuadernada y plastificada de imágenes de una mujer bellísima, cada vez con una pamela, un fular al cuello y un vestido distintos, en un safari en Kenia, en las cataratas Thomson, navegando por un río delante de unos cocodrilos, cenando dátiles y brindando con champán en una jaima en el desierto a la luz de unas velas. Siempre riendo, siempre risueña.  

Y funcionó, vaya si funcionó. Desde ese día a la Jacinta se le iluminó el rostro con una sonrisa que no le conocíamos. Nunca sabrá ese hombre lo balsámico que fue para la pobre mujer recibir unos recuerdos que jamás, ni en sueños, habría tenido.

El cuco

EL CUCO

Se imaginaba el pollito recién salido del huevo que los gusanos que traía en el pico mamá debían estar deliciosos. Al menos eso le parecía cuando veía al otro pollo del nido alargar el cuello y atrapar vorazmente todo el condumio. Se estaba poniendo gordísimo, pero nunca quedaba saciado y lo hacía saber piando como un energúmeno, exigiendo más y más todo el tiempo. Así que la madre tenía que emprender varios vuelos al día para satisfacer su apetito.

En menos de una semana el pobre pollito, que no había logrado echarse al buche ni la triste pata de un grillo, terminó arrinconado en una esquina donde la madre, cuando regresaba con más comida, ya ni le veía. Pero él sí que la observaba con sus ojillos negros hundidos en el amasijo de huesos y plumas en que se había convertido, y se alegraba un montón cuando ella volvía con un ciempiés o una lagartija. «Qué menús más ricos», deliraba, cada vez más desfallecido.

Hasta que un día el otro pollo dio un estirón, ocupó todo el nido y le empujó fuera. Y mientras caía, y antes de espachurrarse contra unas rocas, soñó con un banquete de lombrices.

 

Distopía

DISTOPÍA

Desde que corrió el rumor de que un bebé había volado como un globo de su sillita, los pocos vecinos que aún quedan en la CALLE DE LA LUNA no permiten a sus hijos salir sin antes haberles llenado de piedras los bolsillos. También les tienen prohibido asomarse a esos cráteres tan profundos.

Se turnan entre ellos para no pasarse todo el día barriendo el polvo pertinaz en los zaguanes de sus casas, vigilando de reojo a los niños y abrigando o abanicando a sus ancianos, por los cambios tan bruscos de temperatura. Y tratando de convencerles, inútilmente, de que sus sombras, tan inquietantes, viscosas y negras, son inofensivas.


"Comedian"

«COMEDIAN»

Había un plátano pegado con cinta adhesiva a la pared en la feria internacional Art Basel Miami Beach. ¿Arte conceptual? ¿Experiencia estética? ¿La vanguardia más explosiva? ¿Mensaje para el subconsciente? ¿Crítica feroz al mercado artístico? ¿Provocación? O quizá, por qué no, tomadura de pelo de uno que pasaba por allí o merchandising del de la frutería de la esquina.  

Fuera lo que fuese, lo único cierto es que todo el público asistente a la inauguración se había apelotonado alrededor de aquella pared blanca. Al principio reflexionando en silencio, intentando discernir, cada uno para sus adentros, qué era aquello, para luego posicionarse en alguno de los interrogantes arriba expuestos y más tarde defenderlo con vehemencia, refutando los argumentos del resto en un tono cada vez más acalorado y encendido.

El resto de obras que colgaban en las otras salas y galerías de la feria se quedaron, con gran congoja para sus creadores, sin espectadores ese día.

Celebración

CELEBRACIÓN

Con aguja, hilo, tijeras, un trozo de metro y un buril confeccionó el traje de cuero que luciría en el casamiento de su hija. Los ratos que le dejaban las cabras el sustento familiar los dedicaba a medir mangas y perneras, coser ojales, botones y bolsillos y grabar en las solapas, como adorno, flores de lis. Cuando terminó, lo curtió entero con cera.

Un día algo asustó a los animales, que salieron en estampida y él tras ellos, con tan mala fortuna que pisó una mina. Sin piernas, con un brazo hecho muñón, pero muy agradecido por sobrevivir, ejerció de orgulloso padrino con su chaleco.

Campo a través

CAMPO A TRAVÉS

No es mullido el camino ni cubren el cielo nubes de ESPUMA, como en los dibujos de cuando eran niños. Quizá porque el horizonte es tan gris y una llama les ARDE en el espíritu, muchos se dispersan por sendas y veredas y graban en el tronco de un árbol sus nombres en un corazón, se dan un revolcón detrás de un arbusto, nadan en un riachuelo desnudos, contemplan tumbados sobre la hierba la noche estrellada y respiran al amanecer el AIRE puro.

Pasan los años y van acercándose al final: la muerte. Muchos llenos de barro, llagas y cicatrices en el alma. Otros, impolutos.

Apogeo

 APOGEO

Hace unas semanas, mientras tejía un tapete de ganchillo, vio Antonia en la tele un programa donde salía un gurú de yoga dando trucos y consejos para explorarnos y conectar con nuestro ser interior. Le picó la curiosidad, se compró una esterilla, se puso a practicar en casa y desde entonces más encantada no puede estar: es una mujer nueva.

Con la respiración consciente y los hipopresivos empezó notando que se le estabilizaba la tensión, cogía el sueño mejor y dormía más horas. Solo por eso, ya había merecido la pena. Pero ahí no paró. Siguió informándose por su cuenta y llegó a los ejercicios Kegel para fortalecer el suelo pélvico. En pocos días, dejó de tener pérdidas de orina y pudo prescindir de esas compresas grandotas que le resultaban tan engorrosas. Incluso, algunas veces, le venían unos espasmos y unas oleadas de placer, «un gustirrinín», como decía ella, que nunca antes había tenido.

Todo, todo, le parecía una delicia, hasta el cutis le mejoró. Se había iniciado también en el ejercicio de la meditación y últimamente no paraba de practicar a todas horas. Y justo hoy, que había bajado las persianas del salón, encendido un montón de velas, echado aceite de lavanda en el quemador, y se había entregado con toda el alma a darle mazazos al gong y a recitar un mantra, ommmm, ommmm, tan enérgicamente que rebotaba en las paredes produciéndose un eco tremendo de ommmms y gongs, va y suena inoportunamente el timbre de la puerta.

Y ella, que había logrado conectar de maravilla con su yo interior y con el yo interior de un grupete de chicos y chicas en cueros, muy majos todos, que saludaban en la playa al sol en una ceremonia preciosa, tuvo que suspender la sesión, ponerse a toda prisa una bata y abrir al vecino de arriba, que ya directamente aporreaba de muy malos modos la puerta. Que si a su edad no le da vergüenza, señora; que si las cuatro de la mañana no son horas; que si esta semana es la tercera vez; que si se repite este follón a la próxima llamo a la policía.

Y Antonia diciéndole usted perdone, no volverá a suceder, y pensando para sus adentros que mañana, sin falta, se pondrá a pedir presupuestos para acolchar las paredes, el suelo y el techo del cuartuco de coser.

 

Apnea

APNEA

Estaba justo enfrente, nos miramos, me sonrió, creo. Enderecé la espalda, que siempre voy con los hombros caídos, y metí barriga. Aguanté así mientras ella humedecía sus labios, se ahuecaba la melena y acomodaba sobre su nariz unas gafas de montura nacarada sin apartar la vista de mí.

Me estaba dando un calambre en el costado cuando su vagón comenzó a moverse  y desapareció por el túnel. Pude entonces aflojar el abdomen y respirar, hasta que recuperé el resuello. Al rato, vi otra mujer bajar las escaleras del andén sonriéndome, creo, apreté la tripa otra vez y contuve el aliento.

Adrenalina

ADRENALINA

Que los ojos se le llenasen de lágrimas, se le erizara la piel, el corazón le latiese desbocado y una oleada de calor recorriera su espalda, no le había ocurrido nunca. Ni cuando saltó en paracaídas desde un avión, nadó entre tiburones o se asomó al cráter de un volcán en erupción. Ninguna experiencia con las gafas 3D había logrado sobrecogerle. Decepcionado con lo virtual, buscó destinos apasionantes en Internet y fue durante su visita a la cueva de El Soplao cuando se sintió fuera de sí, como en éxtasis, arrobado ante la majestuosidad de la caverna.

A la una

A LA UNA

No podría ser impuntual aunque se lo propusiera, le viene en el ADN esa deficiencia. Desde que empezó a salir con Adela lo ve así, como una imperfección del carácter, porque claro, para cuando llega ella tan fresca, con ese perfume a limón y canela y esa sonrisa jugosa que tanto ansía besar, morder, lamer, a él le chorrea una baba viscosa tras haber luchado contra una almeja gigantesca que ha reptado fuera de la alcantarilla que hay junto al árbol donde siempre quedan.

Puede sonar exagerada la tardanza, pero esos hierbajos que crecen entre los adoquines no estaban ahí antes de llegar ella.