viernes, 6 de mayo de 2016

Mi cenicienta

MI CENICIENTA

Nada más verla con aquellos leggings marcando culo, me emocioné. Mejor dicho, nada más oler su sudor, porque cuando entró yo estaba de espaldas. Quiero decir cuando entraron, porque eran dos. Perdón por el aturullamiento, pero todavía me pongo nervioso al recordarla.
Se llamaba Amanda. No, no le pregunté el nombre, qué va. Fue la vieja que la acompañaba, su madre, quien murmuró mientras se dejaba caer en una silla: «Amanda, me voy a sentar un rato aquí, que estoy fatigada». Aún hoy, mientras recuerdo su nombre, Amanda, Amanda, Amanda, siento una vibración en el pecho. No, un cosquilleo en la nuca. No, un latigazo en la entrepierna. O todo a la vez. No sé.
A lo que iba. Cuando Amanda sacudió el dedo reclamando mi atención, me acerqué a donde estaba. Y ya dentro de su campo magnético, por algún motivo que ignoro, porque a mí la Física nunca se me dio bien en el instituto, me quedé sordo. A partir de ese momento, ya solo podía adivinar las frases que articulaban aquellos labios pintados de morado.
Entonces improvisé. La observé unos instantes. Calculé. Cogí de una estantería una bota de montaña, del treintaiocho. Ella ya se había descalzado. La bruja no me quitaba ojo. Me arrodillé en el suelo y sujetando con suma delicadeza su tobillo, intenté encajársela. Una y otra vez. No hubo manera.
 Me di cuenta de que había recuperado el oído cuando mi Amanda se la sacó y la tiró al suelo diciendo. «Mamá, este calzado para ligar en la disco no es». La bruja exclamó: «¡Este tío es gilipollas!», agarró del brazo a Amanda, Amanda, Amanda, y salieron de la tienda, dando un portazo.
Después vino el dueño de la zapatería y me dijo que no había superado el primer día de prueba.