MALA CABEZA
No solo en
las paredes del salón lucían sus trofeos. Tanto en corredores y galerías como
en habitaciones y escaleras, docenas de cabezas disecadas acechaban con sus
ojos de vidrio desde cada rincón del palacete de Lord Black. Los ejemplares con
colmillos imprimían un aspecto inquietante al caserón, especialmente bajo la
luz de los candelabros en las noches de tormenta. Tal era el espanto que
infundían a sus visitas que ni después de alguna interminable partida de cartas
regada con sus mejores caldos franceses se quedaba a dormir allí ningún
contertulio que hubiese bebido demasiado champán. Si no podían conducir de
vuelta, preferían pasar la noche dentro de sus vehículos en la cochera.
Lord Black se
sentía muy orgulloso de sus piezas. En el club al que asistía cada día a
almorzar, le gustaba presumir de que todas y cada una de ellas eran fruto de su
habilidad con la escopeta. Se regodeaba al contar sus aventuras cuando
regresaba de alguna de sus cacerías. Nada de compras ni subastas, qué
ordinariez. Una colección forjada sobre el terreno a lo largo de los años,
exponiendo su vida y la de los nativos que reclutaba, a quienes solía pagar con
la carne y la piel de las fieras abatidas. Lord Black siempre se consideró un
hombre muy desprendido.
Pero en el
fondo se sentía desdichado. Cada vez que miraba el hueco vacío encima de la
chimenea sentía que le faltaba un ejemplar: el que le había obsesionado desde
que era niño. Y pese a la insistencia de sus colegas para que se olvidara del
asunto, había decidido, después de años dándole vueltas, que iría a buscarlo.
«Es una temeridad», le habían dicho, «no sabemos nada de ese animal, o lo que
sea. Ni siquiera tenemos la certeza de que exista; seguramente es una artimaña
para atraer turistas. Puede ser peligroso, piénsalo bien».
Que Lord
Black no hiciera caso de estas advertencias no sorprendió a nadie, pues era de
sobra conocida su obstinación y su debilidad por las especies protegidas o
raras o en peligro de extinción. Él siempre había sostenido con vehemencia que
si una especie estaba a punto de desaparecer, ¿qué mejor legado para la
Humanidad que preservar un ejemplar de la misma para el goce y disfrute de las
generaciones venideras?
Así que,
desafiando hasta las restricciones burocráticas sobre el tráfico de animales,
Lord Black organizó una expedición al Himalaya. Tenía reservado un lugar
especial para el «Yeti» sobre la chimenea de su biblioteca y no volvería a casa
con las manos vacías. Aunque tuviera que ausentarse durante meses, no
regresaría sin la tan ansiada cabeza.
Y
efectivamente, así fue. No volvió. O para ser más exactos, sí lo hizo, pero
dentro de una caja de madera de pino. El ataúd con parte de sus despojos
viajaba dos meses más tarde de vuelta a Londres en la bodega de un vuelo
comercial, después de contrastar las pruebas de ADN solicitadas por el
Consulado. Habían encontrado sus extremidades desgarradas y esparcidas entre
arbustos y matorrales y el torso devorado, y lo habían metido todo en unas bolsas
negras para su repatriación.
Aunque se
organizaron batidas que rastrearon durante semanas el terreno, su cabeza nunca
apareció.