viernes, 6 de mayo de 2016

Mala cabeza

MALA CABEZA

No solo en las paredes del salón lucían sus trofeos. Tanto en corredores y galerías como en habitaciones y escaleras, docenas de cabezas disecadas acechaban con sus ojos de vidrio desde cada rincón del palacete de Lord Black. Los ejemplares con colmillos imprimían un aspecto inquietante al caserón, especialmente bajo la luz de los candelabros en las noches de tormenta. Tal era el espanto que infundían a sus visitas que ni después de alguna interminable partida de cartas regada con sus mejores caldos franceses se quedaba a dormir allí ningún contertulio que hubiese bebido demasiado champán. Si no podían conducir de vuelta, preferían pasar la noche dentro de sus vehículos en la cochera.
Lord Black se sentía muy orgulloso de sus piezas. En el club al que asistía cada día a almorzar, le gustaba presumir de que todas y cada una de ellas eran fruto de su habilidad con la escopeta. Se regodeaba al contar sus aventuras cuando regresaba de alguna de sus cacerías. Nada de compras ni subastas, qué ordinariez. Una colección forjada sobre el terreno a lo largo de los años, exponiendo su vida y la de los nativos que reclutaba, a quienes solía pagar con la carne y la piel de las fieras abatidas. Lord Black siempre se consideró un hombre muy desprendido.
Pero en el fondo se sentía desdichado. Cada vez que miraba el hueco vacío encima de la chimenea sentía que le faltaba un ejemplar: el que le había obsesionado desde que era niño. Y pese a la insistencia de sus colegas para que se olvidara del asunto, había decidido, después de años dándole vueltas, que iría a buscarlo. «Es una temeridad», le habían dicho, «no sabemos nada de ese animal, o lo que sea. Ni siquiera tenemos la certeza de que exista; seguramente es una artimaña para atraer turistas. Puede ser peligroso, piénsalo bien».
Que Lord Black no hiciera caso de estas advertencias no sorprendió a nadie, pues era de sobra conocida su obstinación y su debilidad por las especies protegidas o raras o en peligro de extinción. Él siempre había sostenido con vehemencia que si una especie estaba a punto de desaparecer, ¿qué mejor legado para la Humanidad que preservar un ejemplar de la misma para el goce y disfrute de las generaciones venideras?
Así que, desafiando hasta las restricciones burocráticas sobre el tráfico de animales, Lord Black organizó una expedición al Himalaya. Tenía reservado un lugar especial para el «Yeti» sobre la chimenea de su biblioteca y no volvería a casa con las manos vacías. Aunque tuviera que ausentarse durante meses, no regresaría sin la tan ansiada cabeza.
Y efectivamente, así fue. No volvió. O para ser más exactos, sí lo hizo, pero dentro de una caja de madera de pino. El ataúd con parte de sus despojos viajaba dos meses más tarde de vuelta a Londres en la bodega de un vuelo comercial, después de contrastar las pruebas de ADN solicitadas por el Consulado. Habían encontrado sus extremidades desgarradas y esparcidas entre arbustos y matorrales y el torso devorado, y lo habían metido todo en unas bolsas negras para su repatriación.
Aunque se organizaron batidas que rastrearon durante semanas el terreno, su cabeza nunca apareció.