EMBOSCADA
Aquel ser diminuto que
golpeaba la lente desde el otro lado del precipicio, asomado al borde y
abriendo los dedos de su mano libre en forma de «uve», fue
lo último que distinguí antes de que se me empañara el visor. Giré el objetivo
hacia abajo. En el fondo del barranco, sobre unas rocas puntiagudas, yacían dos
cuerpos cubiertos de sangre. Uno era el del sargento Thomas, al mando de mi
batallón; el otro, un oficial con un boquete en la cara y una estrella como la
mía tatuada en el cuello.
Comprendí entonces por qué
sentía tanto frío.