A
TRES MANOS
El Avelino tenía muy mal
perder a todo lo que jugáramos, pero le cabreaba especialmente que siempre le
ganara al póquer de dados. Los viernes por la noche, antes de que cerraran la
tasca, me gustaba picarle a una partida mientras la Mari, aprisionada entre sus
brazos, rellenaba de clarete su vaso, que se vaciaba varias veces antes que el
mío. Agarrado a su cintura, no la soltaba ni cuando volcaba sobre el tapete los
dados. Pero cuando tropezando contra sillas y mesas salía a mear al patio y se
desplomaba bajo la higuera, la Mari me arrastraba al almacén y entre cajas de
vino y cerveza se desabrochaba gustosa el vestido para saldar la apuesta
perdida.