EL VENDEDOR
No había domingo que no vendiese alguno de
aquellos trastos que se amontonaban en su tenderete. Todo tipo de cachivaches
exhibía, a cual más oxidado, deslucido, inservible o roto.
—Esta escoba sobrevivió a una quema de
brujas —afirmaba el melenudo sin temblarle la voz—. Y esta alfombra voladora,
recién llegada de Oriente, todavía podría recorrer distancias cortas, pongamos
que de aquí allí —decía mirando el muro del cementerio. Y ya estaban dos
viejecillas sacándose del bolso el monedero.
Luego mostraba una varita mágica y una
lámpara maravillosa, ¡menuda imaginación! El tío todo el rato enseñando
cacharros inútiles e improvisando. Yo hasta la hora de comer no tenía prisa,
así que me quedaba por allí, disimulando una sonrisa cada vez que algún incauto
compraba alguna cosa.
Aquella mañana se fijó en mí y, señalando
con un dedo mi calva, cogió un tarro transparente con un potingue dentro y dijo
que era un crecepelo muy bueno. Me quedé perplejo cuando me dijo el precio,
pero me fui a casa superfeliz, deseando probarlo frente al espejo.