martes, 21 de noviembre de 2017

La voz

LA VOZ

Tenía la sonrisa más triste que he visto en mi vida. Llevaba más de dos horas restregándose con el pañuelo la nariz, enjugándose los ojos, suspirando, «ayayay, mi niña», y emitiendo sonidos ahogados, burbujeantes, desde la garganta.
Por primera vez en cuatro semanas, me veía contemplando su imagen frente al espejo de la habitación rosa. Por primera vez en tanto tiempo, Amanda toleraba su reflejo.
Pero no fue motivo de alegría. Sus lagrimones se deslizaban lentamente hacia el interior de unos labios palidísimos, siguiendo el cauce entre sus mejillas y la nariz, hasta colarse en la boca, impregnándole el paladar de un sabor a sal amarga. La conocía demasiado bien, y aunque no las he probado, imagino a qué saben las lágrimas. Pero lo que realmente me alarmó fue que mantuviera aquella sonrisa. Hacía cuatro semanas que no la veía sonreír. Desde que nació muerto el bebé.
Me asusté.
Amanda, cielo, es genial que te mires por fin en el espejo le susurré con mi voz más cálida. No es que estuviera muy convencida de lo que estaba diciendo, pero sabía que tenía que decirle lo que ella necesitaba escuchar—. Lo mejor es que te olvides de todo, poco a poco —. La vi que andaba hurgando en el armarito del botiquín, abriendo y cerrando frascos, dejando caer con desgana al suelo los botes vacíos— te recojas la melena en una coleta, te laves la cara con agua fría, y vayas a pasear al perro por la urbanización, que no hay más que ver las ganas que tiene de salir a corretear —. El husky movía la cola, animoso.
Pero Amanda no me escuchaba. Había entrado en la habitación rosa. Justo donde no debía ir.
Yo solo quería distraerla, sacarla de su hermetismo. Hasta ahora, estaba tan ausente que ni yo ni nadie —su marido, sus hermanos, sus amigos— habíamos conseguido apartarla de la cuna… de la nena.
—Amanda, tengo que ir al taller —se había despedido aquella mañana George, su marido, mientras bebían de pie un café en la cocina—. No puedo faltar más. ¿Estarás bien? Cualquier cosa, me llamas, ¿de acuerdo? —y la había llenado de besos antes de salir algo taciturno hacia su lugar de trabajo.
Amanda le dijo a todo que sí. Pero era que no. Con sus labios secos y agrietados lo besó por encima, como quien no besa. Él, confundido por un cariño que últimamente no recibía, se relajó. Interpretó como una señal de mejoría que se pasase el cepillo por los rizos, después de tanto tiempo sin hacerlo.

Mientras George metía cuesta abajo la primera marcha en la rampa del garaje, pensando en todo lo que tenía que hacer, Amanda se despedía agitando la mano. Luego, accionó la palanca que bajaba la puerta metálica y rebuscó en la caja de herramientas. Encontró un cutter oxidado y se rajó la muñeca izquierda, hundiendo la cuchilla en ella, sin prisa. Mientras perdía el conocimiento, creyó ver a su niña diluida en una corriente de aire que se le acercaba.