LA
VOZ
Tenía la sonrisa más triste
que he visto en mi vida. Llevaba más de dos horas restregándose con el pañuelo
la nariz, enjugándose los ojos, suspirando, «ayayay,
mi niña», y emitiendo sonidos
ahogados, burbujeantes, desde la garganta.
Por primera vez en cuatro
semanas, me veía contemplando su imagen frente al espejo de la habitación rosa.
Por primera vez en tanto tiempo, Amanda toleraba su reflejo.
Pero no fue motivo de alegría.
Sus lagrimones se deslizaban lentamente hacia el interior de unos labios
palidísimos, siguiendo el cauce entre sus mejillas y la nariz, hasta colarse en
la boca, impregnándole el paladar de un sabor a sal amarga. La conocía demasiado
bien, y aunque no las he probado, imagino a qué saben las lágrimas. Pero lo que
realmente me alarmó fue que mantuviera aquella sonrisa. Hacía cuatro semanas
que no la veía sonreír. Desde que nació muerto el bebé.
Me asusté.
—Amanda, cielo, es genial que
te mires por fin en el espejo —le susurré con mi voz más cálida. No es que
estuviera muy convencida de lo que estaba diciendo, pero sabía que tenía que decirle
lo que ella necesitaba escuchar—. Lo mejor es que te olvides
de todo, poco a poco —. La vi que andaba hurgando en el armarito del
botiquín, abriendo y cerrando frascos, dejando caer con desgana al suelo los
botes vacíos—
te recojas la melena en una coleta, te laves la cara con agua fría, y vayas a pasear
al perro por la urbanización, que no hay más que ver las ganas que tiene de
salir a corretear —. El husky movía
la cola, animoso.
Pero Amanda no me escuchaba. Había entrado en
la habitación rosa. Justo donde no debía ir.
Yo solo quería distraerla, sacarla de su
hermetismo. Hasta ahora, estaba tan ausente que ni yo ni nadie —su marido, sus
hermanos, sus amigos— habíamos conseguido apartarla de la cuna… de la nena.
—Amanda, tengo que ir al taller —se había
despedido aquella mañana George, su marido, mientras bebían de pie un café en
la cocina—. No puedo faltar más. ¿Estarás bien? Cualquier cosa, me llamas, ¿de
acuerdo? —y la había llenado de besos antes de salir algo taciturno hacia su
lugar de trabajo.
Amanda le dijo a todo que sí. Pero era que no.
Con sus labios secos y agrietados lo besó por encima, como quien no besa. Él,
confundido por un cariño que últimamente no recibía, se relajó. Interpretó como
una señal de mejoría que se pasase el cepillo por los rizos, después de tanto
tiempo sin hacerlo.
Mientras George metía cuesta abajo la primera marcha
en la rampa del garaje, pensando en todo lo que tenía que hacer, Amanda se
despedía agitando la mano. Luego, accionó la palanca que bajaba la puerta
metálica y rebuscó en la caja de herramientas. Encontró un cutter oxidado y se
rajó la muñeca izquierda, hundiendo la cuchilla en ella, sin prisa. Mientras
perdía el conocimiento, creyó ver a su niña diluida en una corriente de aire
que se le acercaba.