martes, 8 de abril de 2014

El origen de los tiempos

El ORIGEN DE LOS TIEMPOS

Le despertaron unos ruidos que procedían del exterior de la gruta. No sabía cómo había llegado allí ni recordaba nada de su pasado. Lo cierto es que le daba igual. Comenzó a desencajar la mandíbula como intentando un bostezo, aunque más que bostezo le salió una mueca amenazadora por los dos colmillos afilados y la lengua bífida que asomaba entre ellos. Estiró su alargado cuerpo y se desperezó, sacudiéndose la modorra acumulada durante todos los milenios que llevaba enroscada como un ovillo.
Después se restregó los ojos y se mudó la piel, dejando un montoncito de escamas pegajosas a su lado. Sintió un rugido en el estómago y como era lo que más cerca tenía las engulló de un bocado. Saciado el hambre, aguzó el oído hasta que los sonidos de antes le fueron llegando con más claridad, convertidos ahora en voces. Y luego en gritos. Al principio no lograba entender nada, pero poco a poco fue acostumbrando el oído a ese idioma hasta hace un momento desconocido y muy interesada se acomodó para seguir la conversación.
—¡Ya me has oído, no te lo pienso repetir! —Era una voz ronca, displicente. Le gustó.
El Creador estaba dando los últimos retoques a un muñeco de barro que no parecía muy conforme.
—Bueno, te voy a dar la razón porque la tienes. Tú eres mi gran obra, hecha a mi imagen y semejanza, y es lógico lo que pides. Necesitarás compañía para disfrutar del paraíso que he creado para ti.
—A ver, ya me contarás. Te ha quedado todo muy chulo, pero fíjate —señaló hacia una colina—, el ciervo con la cierva, el oso con la osa, ¡si hasta el cuco tiene compañera! No me puedes dejar aquí solo. Si no arreglas este desbarajuste, me declararé en huelga de hambre y moriré de inanición —aseveró muy serio cruzándose de brazos.
«Me ha salido respondón el monigote», se entristeció el Creador. Mientras se acariciaba la barba se le ocurrió una idea.
—Para que veas que soy benevolente, voy a modelar con una de tus costillas una mujer que te hará feliz. Un momento, no te muevas. ¿Listo? A la una, a las dos, a las tres… ¡Ya está! ¿Te ha dolido? —Tiró el hueso al suelo y cubrió el torso del hombre con un puñado de tierra.
—No, la verdad es que no me he dado ni cuenta —reconoció dando una patada a la costilla—. ¿Y de esto vas a sacar una pareja para mí? Estoy deseando verlo.
Aunque acusaba el agotamiento tras una larga semana creando ríos, océanos, estrellas, volcanes, animales y selvas, todavía le quedaban fuerzas para completar su obra.
—Espérame aquí, que voy fuera a  por un poco más de barro y verás —dijo al tiempo que desaparecía.
La serpiente no se había perdido detalle del espectáculo. Observó por el rabillo del ojo al hombre, que yacía en la entrada de la cueva y se dejaba acariciar por los rayos del sol mientras se hurgaba los dientes con un palito. Se arrastró silenciosa hasta donde había quedado la costilla, clavó sus colmillos en ella e inoculó hasta la última gota del veneno que almacenaba. Después regresó tan tranquila a su escondrijo y agazapada siguió muy atenta los siguientes acontecimientos.
El Señor modeló la nueva figurita de barro. Sus formas eran un poco más redondas que las del hombre, que no paraba de exigir determinados detalles en la fisonomía de la mujer: que si unas tetas más grandes, que si mejor un culo respingón, que si los ojos color turquesa… Al final llegaron a un acuerdo y Adán, ese era su nombre, quedó satisfecho con su media naranja, Eva. Cuando esta abrió los ojos, se quedaron mirando durante una eternidad, se cogieron de las manos y se fundieron en un prolongado magreo. El Señor carraspeó varias veces, incómodo, reclamando su atención.
—Solo quiero recordaros que la belleza que contempláis a vuestro alrededor —dijo abriendo mucho los brazos, abarcando todo el terreno— ha sido creada pensando en vuestro disfrute. No tendréis que trabajar y dispondréis de alimento y agua de sobra, animales de carga y de compañía, cobijo… No necesitaréis nada más. Y lo mejor de todo: seréis inmortales. Pero os impongo una única condición. —Salió de la gruta y se situó bajo la sombra que proporcionaba un espléndido árbol cargado de frutas rojas y verdes y amarillas—. ¿Veis este manzano? Pues no podréis comer de su fruto. Ni falta que os hará, porque ya veis que hay cientos, miles de ellos todos iguales, o sea, que sería tontería. Ahora bien, si decidís desobedecerme, si caéis en la tentación de probar sus manzanas, me enojaré y os expulsaré del paraíso. Tendréis que sudar para ganaros el sustento; padeceréis enfermedades, conoceréis el dolor... Vosotros veréis. Yo os dejo, que estoy agotado y necesito descansar. —Dicho esto agitó la mano y se despidió—. ¡Mucha suerte, chicos!
A Adán le pareció bien, aunque la advertencia le resultó innecesaria. Eva no dijo nada.
Durante algún tiempo, vivieron muy felices Eva y Adán bañándose en las aguas cristalinas de los arroyos, degustando los delicados manjares que les ofrecían los bosques, revolcándose entre las flores… Y durante ese tiempo la serpiente, que se había dedicado a explorar todo el paraíso de una punta a la otra, llegó a la conclusión de que aquello era de un aburrimiento mortífero y empezó a urdir un plan. Una mañana, se presentó ante la pareja y con la más falsa de sus sonrisas les ofreció un fruto recién arrancado del árbol prohibido.
—Jamás en vuestra vida habéis saboreado nada más delicioso que esto —les tentó con voz meliflua—. Néctar de los mismísimos dioses, no sabéis lo que os perdéis. Tomad, probadlo y me decís.
Una vez, cuatro veces, cien, se negó Adán a aceptarla, mientras apartaba a empujones a la joven de la presencia de la víbora. Pero Eva no quitaba ojo a la manzana y no hacía más que salivar. Estuvieron así ni se sabe cuánto tiempo, en un tira y afloja, hasta que al final vencieron el empecinamiento de la bicha y la curiosidad de la mujer frente a la oposición y la prudencia de Adán.
—Un mordisquito de nada, cariño, te lo prometo —le aseguró ella poniendo morritos. Y así fue como desobedecieron al Señor. Y este se enfureció, como ya había avisado. Y en cuestión de segundos, el cielo se cubrió de nubarrones negros, retumbaron miles de truenos, sintieron un frio atroz y cayeron de rodillas al suelo temblando de miedo, implorando clemencia. Habían despertado la ira de su Dios.
Pero, por desgracia para ellos, no había vuelta atrás.
Por su necedad, fueron forzados a abandonar el paraíso, y tuvieron que dedicarse a arar los campos para ganarse el alimento y criar ganado para tener ropas de abrigo y carne y leche y sufrir al parir a sus hijos y enfermar y morir…
Con el transcurso del tiempo, los hijos de los hijos de los hijos de los dos expulsados del paraíso fueron poblando la tierra con nuevas generaciones. La serpiente, siempre atenta a sus movimientos pero escondida entre tinieblas, intervenía de vez en cuando con alguna de las suyas.
Como aquella vez cuando convenció a Caín, el hijo mayor de Adán y Eva, de que lo mejor que podía hacer era aplastarle con una roca el cráneo a su hermano Abel y asegurarse así en exclusiva el cariño de sus padres.
O como en aquella otra ocasión, cuando se puso a diluviar y el planeta entero se inundó. Subido a la montaña más alta, Noé, un carpintero de la zona, trataba de poner orden en su arca de madera, donde parejas de animales de distintas especies se hacinaban para ser conducidas a un lugar seguro. Aprovechando el caos la serpiente, con su mala baba milenaria, se zampó al último par de palomas de la paz que había sobrevivido al hambre y al frío.
—¡Harta, estoy muy harta! —resopló al cabo de años de tedio. Le fastidiaba y mucho tanta caza y cópula, todo el rato lo mismo—. En cuanto te descuidas, se llena todo de cachorros y de mocosos humanos. ¿Esto no va a terminar nunca? De verdad que no lo soporto.

Y dicho esto, abandonó la jungla en busca de un cambio de aires. Siguiendo un reguero de rumores que circulaba por aquí y por allá, fue reptando por el calendario de los siglos hasta llegar al año cero, a un pueblo llamado Belén, lleno de arroyos, lavanderas, pastores, gallinas y cerdos, donde un tal Rey Herodes la recibió con un abrazo en las puertas de su castillo. Después de compartir confidencias y hacerse tan amiguitos, maquinaron un plan muy perverso que bañó de sangre la aldea. Y aunque no obtuvieron el éxito deseado, la serpiente se sintió tan a gusto en aquella nueva civilización que dos mil años después todavía sigue por allí dando sus coletazos.