martes, 1 de enero de 2013

Sin rumbo


SIN RUMBO

Quizá por repetido y cotidiano la gente no se percata a veces de detalles como este. No es que disfrute con este entretenimiento, pero  tampoco puedo evitarlo. Cada vez que veo en la tele o la prensa imágenes de un accidente en carretera lo busco de inmediato y casi siempre está ahí.
Me refiero al zapato huérfano tirado en la calzada en cualquier tipo de siniestro, ya sea de automóvil, autobús o moto, incluso en los atropellos a peatones. También me fascinan los tapacubos que decoran las cunetas sin choque previo. Estos parecen desarrollar una vena independentista: marchan rodando por su cuenta para luego quedar por ahí tristemente abandonados. Pero volvamos al tema del zapato impar.
Si me pongo a pensar en ello se me ocurren algunas explicaciones. Por supuesto, la más lógica, la que explicaría el fondo del asunto, sería la que dicta la ley de la inercia: el cuerpo choca y queda atrapado en el vehículo o tirado en el suelo, pero el zapato, por su relación masa velocidad, tiene otras variables matemáticas con las que cumplir y sigue su curso hasta quedar parado un poco más lejos. Esta sería la deducción científica, pero yo tengo otra, sin duda más peregrina y menos contrastada.
A mi estos zapatos descarriados que siguen su ruta sin el pie me invitan a pensar en un afán vano por continuar su camino, un camino que se ha interrumpido en un instante. Ellos solo entendían de andar, de pedalear, de pisar el embrague y demás, pero nadie les informó de cuándo ni de qué manera serían jubilados. Dejan de rozar el asfalto, de arrastrarse por el suelo, de taconear, pero tardan unos segundos en darse cuenta.
Suelo hacer suposiciones de a quién pertenecían y ahí se me dispara la imaginación. La zapatilla deportiva es la que más me despista: su dueño lo mismo podría haber sido un chaval o un padre de familia que buscaba comodidad en la conducción. Hasta un abuelete. Con el zapato de tacón saco otras conclusiones más trágicas: una chica joven que regresaba a casa después de una fiesta. La imagino escogiendo el modelo, el color, posando ante el espejo de la tienda, calculando si le provocarían ampollas y lo bien que combinarían con el vestidito de tirantes recién adquirido. Con las sandalias infantiles se me escapan las lágrimas.
Son zapatos descalzos, olvidados, inútiles. El destino los arrancó cruelmente del ser que en su día los escogió con más o menos esmero.
Al menos los tapacubos eligieron libremente su suerte.