jueves, 20 de diciembre de 2012

En un instante


EN UN INSTANTE

—Café largo con una nube de leche desnatada, y que esté muy caliente, por favor. Sírvamelo en vaso de vidrio con asa y no olvide traer la sacarina líquida. —Pierre se asegura de que el camarero anota bien la comanda estirando un poco el cuello para ver la pantalla táctil—. Y traiga también un digestivo, sin hielo. Ginebra, eso es.
—Bien, señor. ¿Y usted qué tomará?
—Un cortado, gracias —pide Michel.
Los dos hombres están sentados en la terraza de la cafetería «Chez André» en el paseo marítimo de Niza. El azul del Mediterráneo lame las arenas blancas, a escasos metros de sus pies. Las mesas y sillas son de un material resistente al salitre y llevan la firma de un conocido diseñador, como el resto del mobiliario de este local. Hasta los camareros que atienden parecen sacados de las fotografías de una revista de moda.
En la acera de enfrente, un vagabundo con aspecto de náufrago arrastra un carrito de supermercado lleno de trastos. Se acerca a los contenedores de basura e introduce medio cuerpo dentro de uno para reaparecer al rato con una tostadora escacharrada que coloca con cuidado en el fondo del carro, junto a otros objetos variopintos.
Pierre da un sorbito al café y lo vuelve a posar en el platillo. Se seca una inexistente mancha en los labios con la punta de la servilleta y comenta con desprecio:
—Deberían prohibir el acceso de pordioseros a las zonas nobles de la ciudad. Date cuenta de que aquí se vive del turismo; flaco favor hacen merodeando de acá para allá con esas pintas y esos cachivaches.
—Este fenómeno no es exclusivo de aquí, Pierre. Es una injusticia social que existe en todas partes, no podemos pretender obviarla. Es el lado oscuro del progreso. —Michel observa al indigente con curiosidad, le recuerda a alguien, pero no consigue dar con quién.
—Ya, ya, pues podían quedarse hurgando en las basuras de sus barrios, la verdad: me molestan. Mírale, ahora dándole a la botella: esta gente tiene lo que se merece, no hacen nada por salir de su situación. Bebiendo no se soluciona nada. —Pierre apura pausadamente su copa de ginebra añeja y hace señas al camarero para que le sirva otra—. Seguro que no ha trabajado en su puñetera vida, y con esas barbas mugrientas y esa capa de mierda que lleva encima, tampoco creo que tenga en mente hacer ningún intento por encontrar un empleo.
Michel sigue sumergido en el pozo de sus recuerdos, intentando rescatar esa imagen olvidada. Siente un poco de vértigo cuando empieza a aparecérsele una cara conocida, y como en una pantalla de ordenador, ambas imágenes, la del mendigo y la de su recuerdo, se solapan hasta conformar un rostro con nombre: Paolo Lavigne, un antiguo colega del departamento de investigación y desarrollo.
—Fíjate en nosotros dos, querido Michel, cómo hemos sabido aprovechar las oportunidades que nos ha brindado la vida: internados en Suiza, lejos de nuestras familias; las mejores universidades privadas, esforzándonos por seguir las materias en otros idiomas… ¿Nos hemos ganado nuestra posición, sí o no? En este mundo hay triunfadores y perdedores, nadie regala nada. Todo a base de sacrificio y tesón. Es lo que hay, no intentes justificar lo contrario.
El náufrago se aleja empujando el carro. De vez en cuando hace una reverencia a las señoras con las que se cruza en el paseo, tan elegantes con sus pamelas y parasoles, y ellas elevan la barbilla altivas, o se aprietan fuerte al brazo de sus acompañantes, que sonríen condescendientes. Michel hace un esfuerzo por recordar: hace cuatro años, Paolo, de cincuenta, fue despedido y sufrió un escarnio mediático por un asunto de abuso de menores que no quedó lo suficientemente aclarado. Cometió el error de confiar en su inocencia y no recurrir a un buen abogado. Su familia le dio la espalda, abochornada, y ninguna empresa volvió a contratarle.
—Cualquiera de nosotros —susurra entristecido por estos recuerdos— puede hundirse en el fondo de un pozo, Pierre, cualquiera. —Su amigo está consumiendo la quinta copa, y con los párpados entrecerrados mece su mirada al ritmo de las olas—. Solo hace falta que concurran las circunstancias necesarias y el cóctel explosivo está servido. Ninguno estamos libres.
—No te dejes engatusar por esa cháchara comunista, Michel: nosotros somos caballos ganadores. Hemos conseguido un tejido social bien armado, unas familias estructuradas, ¡tenemos madera de triunfadores! Los que caen tan bajo nacieron sin estrella y se han visto atrapados en callejones sin salida porque son unos desgraciados. Venga, vamos al club a hacer unos hoyos, hoy me siento particularmente contento, esta brisa marina me aclara el espíritu. —El camarero les trae la cuenta—. Deja, deja, que yo me hago cargo. De momento, jeje, puedo permitirme convidar a un buen amigo.
Pierre deja un billete de propina en el platillo y los dos hombres se dirigen a sus respectivos automóviles. El club está a diez minutos de allí, siguiendo una sinuosa carretera. Pierre arranca su deportivo rojo, pese a las insistencias de su amigo «no conduzcas en ese estado, te vienes conmigo y mañana te acerco a por el coche», y baja la capota para sentir la caricia del viento en su cara. Con su música favorita de fondo, entorna un poco los ojos, sintiéndose el ser más dichoso de la tierra.  
Ni en el peor de sus sueños podría Michel haber imaginado que su amigo tomaría la siguiente curva a demasiada velocidad, provocando que un autobús lleno de escolares se despeñara desde una altura de cincuenta metros hasta el fondo rocoso sacudido por las olas.