domingo, 24 de febrero de 2013

Al vino, vino


AL VINO, VINO


Yo, señor, no soy malo. Tan solo pretendía dar un escarmiento a aquel pecador, desanimarle a que siguiera viniendo al restaurante todas las semanas. ¿Quién iba a sospechar que padecía del corazón? Desde luego una dieta sana no llevaba. Tanto le daba zamparse una pierna de cordero a la brasa, que un bogavante o un besugo al horno, la especialidad de la casa. ¡Gula, eso es, señor juez! Hasta el plato lamía, qué asco. Y el muy ladino se ponía rojo como un pimiento si algo no era de su agrado; al final conseguía repetir ración sin pagar por la segunda. Y eso que ya se encargaba él de restregarnos su cartera bien repleta de billetes.

En cuanto a mí, qué contarle… Poco a poco fue minando mi paciencia. Me martirizaba haciéndome detallar las bondades de cada botella de la carta de vinos, espléndidos caldos provenientes de los mejores viñedos de la región. Sí, señor, del país también. Se dejaba asesorar, escogía los más caros y luego se hacía servir un botellín de gaseosa ¡y los mezclaba! Pues créaselo. El vino, como la sangre de Cristo, señor, es sagrado para un sumiller. Esto era más de lo que un hombre en su sano juicio podía soportar. Hasta que lo perdí. El juicio, quiero decir.

Así que un día inyecté una dosis de insulina en el refresco. Le dieron unos espasmos y se desplomó. El resto de mi declaración está recogida en el sumario. ¿Cómo dice, señor? Oh, yo con el pescado siempre recomiendo un buen Albariño.


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