LA
PORTERA
Los tabiques de papel de
fumar, siempre tan dicharacheros, no soltaban prenda esa mañana; las mirillas
de las puertas de los vecinos,
legañosas, como cada domingo. Decidió entonces encaramarse al balcón del
melenudo —no le
pareció temerario, era un bajo derecha— y asomarse dentro. Eso hizo.
Pero las persianas estaban echadas y las cortinas corridas. «Qué
aburrimiento en agosto», pensó mientras se sentaba a dormitar en su
taburete de la portería.
Repentinamente el tintineo de
unas llaves en el rellano le despertó. Unas huellas en el suelo recién fregado bastaron
para sacarla de su sopor: ya podía comenzar su ronda diaria.