GARBANZO
NEGRO
Lo de Rufus fue la gota que colmó el vaso de
su paciencia. Llevaba toda la tarde removiéndose en la silla frente al
ordenador, cruzando y descruzando las piernas, mordiéndose las uñas… De vez en
cuando se levantaba y caminaba de un extremo a otro del pasillo del apartamento,
intentando aclararse las ideas. Comenzó a dolerle la cabeza y se tomó un
comprimido de ibuprofeno. ¿Se merecía tantas molestias el tal Martín Bombín?
Lo había
admitido en su círculo de amistades por invitación de unos amigos comunes. La
primera vez que lo vio, el hombre llevaba unas patillas de forajido y unas
gafas de espejo. A Fina le hizo gracia la gorra roja de beisbol puesta del
revés y su sonrisa un poco golfa, y no dudó en brindarle su amistad.
Aquel
hombre le recordaba al detective gracioso de una serie de la tele, por eso le
cayó bien. Poco a poco empezaron a coincidir por aquí y por allá. Algunas
tardes incluso se quedaban charlando a solas de sus cosas, cosas sin importancia:
la receta del pastel de queso, o el momento exacto en que había que echar los
percebes al agua hirviendo. Fina no se daba cuenta, pero cada vez le gustaba
más Martín Bombín.
Mientras
contemplaba en el vaso las burbujitas efervescentes que salían del segundo
analgésico que se iba a tomar esa tarde, recordó el empeño que desde el principio
había puesto aquel hombre en mostrarse atento. Por ejemplo, insistía siempre mucho
en cuánto le gustaba su arroz salvaje de los domingos y también alababa las
tartas que con tanto mimo decoraba ella con arándonos o rodajitas de fresa.
Para Fina, la presentación de sus platos era fundamental y se sentía muy
complacida cuando sus amigos se lo hacían saber.
Por su
parte ella, en cuanto terminaba su tedioso turno en la cadena de montaje,
corría a devolverles la visita. Como no conocía a nadie en aquella ciudad donde
había obtenido por fin un empleo, quería conservar a toda costa a aquel grupo
de amigos y solía deshacerse con ellos en halagos, del tipo «qué maravilla
de hortensias crecen en tu jardín: azules, malvas, blancas… ¡son de todos los
colores!» o «qué suerte, quién tuviera una piscina como la tuya, con el
calor que hace» o «está guapísima tu hija hasta disfrazada de vampira»,
y cosas así. Siempre, siempre, tenía palabras amables para todo el mundo.
Porque
Fina, aunque a veces se sintiera triste, o cansada, ante la gente se comportaba
con mucha dulzura y no escatimaba en atenciones. Ni un dolor tan terrible de
cabeza como el que tenía en ese momento le iba a hacer cambiar de actitud. Sus
amigos eran su mayor tesoro y tenía que mimarlos.
Pero ahora
empezaba a ser consciente de lo poco que sabía de Martín Bombín. Siempre había
sido un hombre muy reservado: nunca hablaba de sus viajes, de sus hobbies o de su
familia. Aunque eso sí, le pareció un encanto cuando por su cumpleaños no olvidó
mandarle un ramo de rosas rojas, sus favoritas, y un montón de besos. Otra cosa
que también hacía sentir bien a Fina era lo mucho que celebraba él sus chistes;
aunque tenía una forma de reírse un poco cursi, se reía así «jijijij».
Pero en
pocas semanas, concretamente el día que les enseñó a todos su nuevo álbum de
fotos «Naturaleza agreste», Martín Bombín empezó a resultarle muy antipático.
Las pocas veces que últimamente se dejaba ver, las aprovechaba para burlarse de
las imágenes de amaneceres, setas y hojas caídas que iba compartiendo y, poco
después, se puso también a criticar los versos que con tanta pasión componía y
las canciones que escuchaba. ¿Pero qué le pasaba? ¿Era esa su forma de alejarse
de ella?
Tumbada en
el sofá, sujetándose un paño húmedo sobre la frente y acariciando la cabeza del
Fox Terrier, que a lametazos le correspondía con muestras de cariño, vio de
repente que no tenía por qué soportar a un individuo que hasta la marca de
pienso que compraba para el perro le parecía mal. ¡Aquello ya era el colmo!
Convencida
de que no podía continuar así, se incorporó enfadada y volvió a la mesa del
ordenador. Y por primera vez en su tan entretenida vida virtual, llegó a una triste
conclusión: con un ligero temblor en la mano, situó el cursor sobre la pestaña
«eliminar de mis contactos» en Facebook, pulsó decidida el ratón y Martín
Bombín desapareció para siempre de su lista de amigos.