jueves, 15 de junio de 2017

El vestido

EL VESTIDO

En el salón, apoyada en el respaldo de una silla, bien tiesa y envarada, está la abuela dale que dale a la máquina de coser. Tiene maña la señora, pero es lenta; con tal de ahorrarse las cuatro perras que cobraban en la tienda (se nota que ha pasado una posguerra) se ha ofrecido, voluntariosa que es una, a subir el dobladillo y entallar el vestido de comunión de Ángela, que qué chiquilla más desgalichada. Normal, todo el día brincando como una cabra de acá para allá. Si fuera su hija, no se cansa de repetirlo cada vez que pone los pies en esta casa, le tiraba a la basura todos esos pantalones de mamarracho, que ya va teniendo edad de vestir como una mujercita y, por supuesto, le dejaba una melena como Dios manda.
Con la aguja es un poco más rápida, y a golpe de dedal, tris tras, termina de coser la flor de gasa y organdí en la lazada. Así que hala, que venga la niña a probarse, ordena a Inés, su hija, mientras contempla complacida su obra.
Inés, que está planchando una montaña de ropa y viendo en la tele cómo un cocodrilo, medio escondido en el río, atrapa con sus fauces a un ñu, interrumpe su tarea y sale a por Ángela. La llama desde el pasillo y como no contesta entra a su habitación. Nada, vacía. Al intentar abrir la puerta del baño se la encuentra trancada por dentro.
—Ángela, sal, que ya ha terminado la abuela —dice, armándose de paciencia. Sabe bien que van a tener otra bronca por el dichoso vestido.
—¡Mamá, te he dicho que no y no! —responde una voz llorosa—. No voy a hacer la comunión con ese vestido, ya te lo he dicho.
—Haz el favor de salir, no me hagas enfadar —insiste, intentando suavizar la voz—. Ya hemos hablado de esto, hija, no lo pongas más difícil.
—¡Te lo pido por favor, mamá! —suplica la niña, sollozando. Se le encoge a uno el alma al verla tan sentida, tan triste.
Desde el salón, se oye a la abuela impacientarse. ¿Igual se piensan que no tiene más que hacer en toda la tarde?
—¡¡Jodeeer, Ángela!! —chilla Inés, aporreando la puerta. En este instante acaba de perder los nervios. Tiene unas ganas tremendas de terminar con esto y ponerse a empanar filetes y hacer croquetas de jamón, le relaja muchísimo cocinar.
La puerta del baño se abre y madre e hija, sin dirigirse la palabra, avanzan la una detrás de la otra hacia el salón. La abuela, rutando como siempre, obliga a Ángela a subirse a una silla, le mete el vestido por el cuello, le embute las mangas. No es demasiado cuidadosa, la verdad, porque algunos alfileres le pinchan a la niña en brazos y piernas y hasta en la cara. Con la cinta métrica en mano, la mujer sube una pizca de tela por aquí, baja otro poco por allá, pero que vamos, básicamente retoques mínimos. Una que es perfeccionista y lo ha sido siempre, qué se le va a hacer.
Ha terminado la tortura. La abuela cuelga en una percha el vestido, se la ve satisfecha. Mañana en un periquete lo deja terminado, ahora no le apetece; ahora está imaginándose con la blusa rosa y la falda floreada que estrenará el domingo en la comunión de la nieta. Y en cuando la vean las amigas y sus caras de admiración, ya las está oyendo, te favorece muchísimo, Concha. Y con ese pensamiento tan grato se cuelga el bolso al hombro y casi sin despedirse se marcha a su casa. Inés recoge la caja de hilos, pliega la mesa de la plancha, la apoya en el balcón y se va para la cocina.
Y Ángela, en braga, se queda sola en el salón. Antes no se ha dicho, pero no ha dejado, lo más quedamente que ha podido, de sorberse los mocos y tragarse las lágrimas con la mirada perdida en el cielo y los tejados de la ciudad que se ven desde la ventana.
Se dirige ahora al pasillo. Desde ahí ve a su madre en delantal, enharinada, picando muy fino el jamón york. Al fondo la puerta de su cuarto y en el cartel que preside la misma, la última letra de su nombre tachada con rotulador: Ángel. Se da la vuelta y atraviesa la sala en dirección al balcón. Aspira muy lentamente la brisa de la tarde y se encarama a la barandilla

Empieza a oscurecer. El viento juguetea con los visillos de lino en el salón vacío y empuja, o mejor dicho sopla, las nubes que avanzan demasiado algodonosas en el cielo crepuscular.