EL VESTIDO
En el
salón, apoyada en el respaldo de una silla, bien tiesa y envarada, está la
abuela dale que dale a la máquina de coser. Tiene maña la señora, pero es
lenta; con tal de ahorrarse las cuatro perras que cobraban en la tienda (se
nota que ha pasado una posguerra) se ha ofrecido, voluntariosa que es una, a
subir el dobladillo y entallar el vestido de comunión de Ángela, que qué
chiquilla más desgalichada. Normal, todo el día brincando como una cabra de acá
para allá. Si fuera su hija, no se cansa de repetirlo cada vez que pone los
pies en esta casa, le tiraba a la basura todos esos pantalones de mamarracho,
que ya va teniendo edad de vestir como una mujercita y, por supuesto, le dejaba
una melena como Dios manda.
Con la
aguja es un poco más rápida, y a golpe de dedal, tris tras, termina de coser la
flor de gasa y organdí en la lazada. Así que hala, que venga la niña a
probarse, ordena a Inés, su hija, mientras contempla complacida su obra.
Inés, que
está planchando una montaña de ropa y viendo en la tele cómo un cocodrilo,
medio escondido en el río, atrapa con sus fauces a un ñu, interrumpe su tarea y
sale a por Ángela. La llama desde el pasillo y como no contesta entra a su
habitación. Nada, vacía. Al intentar abrir la puerta del baño se la encuentra
trancada por dentro.
—Ángela,
sal, que ya ha terminado la abuela —dice, armándose de paciencia. Sabe bien que
van a tener otra bronca por el dichoso vestido.
—¡Mamá,
te he dicho que no y no! —responde una voz llorosa—. No voy a hacer la comunión
con ese vestido, ya te lo he dicho.
—Haz el
favor de salir, no me hagas enfadar —insiste, intentando suavizar la voz—. Ya
hemos hablado de esto, hija, no lo pongas más difícil.
—¡Te lo
pido por favor, mamá! —suplica la niña, sollozando. Se le encoge a uno el alma
al verla tan sentida, tan triste.
Desde el
salón, se oye a la abuela impacientarse. ¿Igual se piensan que no tiene más que
hacer en toda la tarde?
—¡¡Jodeeer,
Ángela!! —chilla Inés, aporreando la puerta. En este instante acaba de perder
los nervios. Tiene unas ganas tremendas de terminar con esto y ponerse a
empanar filetes y hacer croquetas de jamón, le relaja muchísimo cocinar.
La puerta
del baño se abre y madre e hija, sin dirigirse la palabra, avanzan la una
detrás de la otra hacia el salón. La abuela, rutando como siempre, obliga a
Ángela a subirse a una silla, le mete el vestido por el cuello, le embute las
mangas. No es demasiado cuidadosa, la verdad, porque algunos alfileres le
pinchan a la niña en brazos y piernas y hasta en la cara. Con la cinta métrica
en mano, la mujer sube una pizca de tela por aquí, baja otro poco por allá,
pero que vamos, básicamente retoques mínimos. Una que es perfeccionista y lo ha
sido siempre, qué se le va a hacer.
Ha
terminado la tortura. La abuela cuelga en una percha el vestido, se la ve
satisfecha. Mañana en un periquete lo deja terminado, ahora no le apetece;
ahora está imaginándose con la blusa rosa y la falda floreada que estrenará el
domingo en la comunión de la nieta. Y en cuando la vean las amigas y sus caras
de admiración, ya las está oyendo, te favorece muchísimo, Concha. Y con ese
pensamiento tan grato se cuelga el bolso al hombro y casi sin despedirse se
marcha a su casa. Inés recoge la caja de hilos, pliega la mesa de la plancha,
la apoya en el balcón y se va para la cocina.
Y Ángela,
en braga, se queda sola en el salón. Antes no se ha dicho, pero no ha dejado,
lo más quedamente que ha podido, de sorberse los mocos y tragarse las lágrimas
con la mirada perdida en el cielo y los tejados de la ciudad que se ven desde
la ventana.
Se dirige
ahora al pasillo. Desde ahí ve a su madre en delantal, enharinada, picando muy
fino el jamón york. Al fondo la puerta de su cuarto y en el cartel que preside
la misma, la última letra de su nombre tachada con rotulador: Ángel. Se da la
vuelta y atraviesa la sala en dirección al balcón. Aspira muy lentamente la
brisa de la tarde y se encarama a la barandilla
Empieza a
oscurecer. El viento juguetea con los visillos de lino en el
salón vacío y empuja, o mejor dicho sopla, las nubes que avanzan demasiado
algodonosas en el cielo crepuscular.