EL
MARIDO DE LA CARNICERA
A Pascuala lo mismo le daba
cubrir la mesa con un hule que con una sábana llena de cercos amarillos; total,
para cenar con Nicolasa, su hija, tampoco hacía falta mucha ceremonia. Tras retirar
las sobras del improvisado mantel, quedaron un racimo de uvas pochas y un
vaso de gaseosa con una dentadura dentro.
―Eztaba
dudízimo el pavo —refunfuñó chupando un huesecillo.
―Era el Botas, madre. Padre dijo que, si ya
no cazaba, mejor a la cazuela que al contenedor.
―¡Te
adanco la cabeza, zunodmal! ―chilló
Pascuala, lanzándole el vaso―. Tenía
que habedte ahogado en el fdegadedo cuando nacizte, edez máz idiota que tu padde.
Pod ciedto, ¿le tdoceazte bien con el hacha?
―Sí.
―Bueno, ezcucha. Enzeguida
zonadán laz campanadaz. Mientdaz yo me azomo pod la ventana y tido loz petaddoz,
tú enchufaz la tditudadoda al mázimo y metez zuz cachitoz. ¿Eztá clado?
―¿Qué haremos
con el picadillo, madre?
―Hambudguezaz.
Y una badbacoa en el patio, con muuuchoz globoz. Azí invitaz al tontaina del
cadtedo, a ved zi te cazaz de una vez y cuidaz de tu madde, una pobde anciana
abandonada.
Nicolasa dio palmas de
entusiasmo y abrió mucho la boca, dejando caer un hilillo de baba.