MIRACOLO
Ni
por asomo se le habría ocurrido a nadie llamar «lamparones, cagarruta y pis» a
las manchas del sudario... hasta que vino la
signora Albertina desde Palermo a visitar a su sobrino el
obispo.
Nada
más llegar, se puso a curiosear por el patio, y al ver las sábanas y toallas
agitándose al viento en el tendal se quedó maravillada. Eran de un blanco tan
inmaculado que cegaban. Ya preguntaría a las monjas qué le echaban al agua para
conseguir ese albor. Pero luego, cuando entró en la iglesia, se cabreó
muchísimo al descubrir aquella tela toda sucia dentro de una vitrina. Obsesiva
con la limpieza, porfiada y medio sorda, no oyó lo de la santidad de la sábana
y urdió un plan para esa misma madrugada.
En
cuanto se aseguró de que no había luz en ninguna de las habitaciones, bajó a la capilla con un trozo de esparto y una garrafa de sosa
cáustica. Pero el aleteo de un ser translúcido, surgido como por ensalmo del
retablo, y al que Albertina confundió con un tábano descomunal, hizo que
olvidase su misión y saliera persiguiéndolo por el claustro, por los jardines,
dando bastonazos al aire, intentando espachurrarlo.