¡EEEEK, EEEEK!
De
haber sobrevivido al cataclismo, la señora Collins se habría deslomado pasando
el plumero y el aspirador, viendo incrédula cómo, por mucho que cerrase puertas
y ventanas, la capa de ceniza llegaba cada vez más alto. A causa del aire contaminado
no podría apenas respirar y al coger el teléfono para llamar al médico le
habría sorprendido que no hubiese línea. Se habría alarmado al ver cómo se
marchitaban las ROSAS de plástico del jarrón de la mesita; cómo caían al suelo,
inertes, los pajarillos del papel pintado; cómo goteaban las lágrimas de la
lámpara del techo, poniendo perdida de barro la moqueta del salón.
Pero
lo más espeluznante ―para
ella y para cualquiera que estuviese en su pellejo― habría sido oír al gnomo del jardín aporreando la
puerta, chillando desesperado, mientras una rata enorme, apoyada sobre sus
hombros, hacía jirones a dentelladas sus orejas de escayola antes de
devorarlas.