domingo, 3 de octubre de 2021

Paradise

 PARADISE

Si puede una muerte ser placentera y hasta apetecible la de Dorothy lo fue. Tras un derrame cerebral, el último aliento lo exhaló postrada en su lecho de moribunda con una sonrisa de delectación.

Porque el destino en ocasiones es burlón, otras caprichoso, otras un traidor. Pero en el caso de Dorothy, quizá para compensar la vida de mierda que había llevado —abandonada al nacer en la puerta de un hospicio, siempre con las rodillas peladas de fregar suelos de casas ajenas, los ojos secos de llorar la muerte de sus cuatro hijos, la piel amoratada de los golpes que le daba el marido, y demás calamidades y privaciones por las que había tenido que pasar—, fue generoso y le ofreció antes de morir las imágenes de una vida que no había sido la suya. Una vida de espumillón, galletas de canela y muñecas por Navidad, patinaje en lagos helados, chapuzones en la piscina de la casa de verano y clases de equitación. Y después, en plena juventud, aquel festival de Woodstock que había visto alguna vez en el televisor y al que no la dejaron asistir, pese a vivir en el pueblo de al lado, porque tenía que ir a recolectar mazorcas de maíz.

Con esas imágenes de conciertos, cerveza, melenas al viento y desmadre total dio sus últimos estertores Dorothy, a los setenta años de edad, en un camastro de un centro de beneficencia, disfrutando por primera vez de lo a gusto que se estaba fumada, dando brincos y sin bragas.