PLAYA, PLAYA
Desde la habitación del hotel
de Nati y Pedro se ve un sol radiante, un cielo azul precioso y una nube
inofensiva, blanca, que parece como si flotara. Apoyados los codos en la
barandilla de la pequeña terraza, observan en silencio la playa. No necesitan comentar
nada, ambos piensan igual.
Arderá tanto la arena que ni
con chanclas se librarán de quemarse la planta de los pies desde el paseo hasta
la orilla. Habrá que recorrer ese tramo a pasitos cortos y rápidos, casi sin
apoyar. Ya instalados cerca del mar, abrirán la sombrilla, se untarán
mutuamente de crema protectora la espalda, estirarán las toallas y al rato fijo
que una pelota o un niño los salpicará de arena y se les quedará pegada. A los
cinco minutos el bochorno y la sensación de pegajosidad, tan incómoda, les
obligará a bajar a remojarse en el agua, pero debido a unas corrientes marinas
estará helada y al meter el tobillo dará la sensación de que un cuchillo lo
rebana. Aun así, se refrescarán con las manos, se salpicarán el uno al otro,
mirándose como dos bobos, y una vez empapados una nube negra tapará el sol y
tendrán que salir a toda prisa del arenal, protegiéndose con lo que puedan de
las gruesas gotas de agua de esta tormenta estival.
Pero se miran, se meten para
adentro, se ponen los bañadores y bajan cargados con bolsas, sombrilla y toda
la parafernalia. Y cada año repiten una semanita en la playa. Porque hay que
aprovechar ahora que podéis, les dicen los hijos. Que lo mismo otro año ocurre
una desgracia, o uno enferma, o se rompe algo, o vete a saber. Y en ello están,
en rellenar las horas como mejor pueden, aparte de tachar los días que faltan
para regresar a casa que es donde mejor están.