MUJER
Se levanta de lunes a sábado a las tres de la mañana.
No tarda nada en asearse, en calentar en el micro el café con leche que dejó
anoche preparado, y en diez minutos sale a toda prisa a la calle. Para poder
estar puntual en el aeropuerto, tiene que andar tres manzanas hasta la parada,
cambiar dos veces de autobús y atravesar de un lado a otro la ciudad. Llega con
el tiempo justo para saludar a las compañeras, ir a su taquilla, ponerse la
bata y las zapatillas y agarrar la mopa y el carrito con los estropajos y
productos desinfectantes. Y hasta las diez, con una pausa para el bocadillo, se
dedica a fregar suelos, vaciar cubos, limpiar aseos. Cuando termina, se echa
encima del uniforme un chal y sale disparada para no perder el bus que le lleva
hasta una academia, un gimnasio, una boutique, un parvulario, una oficina de
abogados —según el día de la semana que sea— donde trabaja el resto de la
mañana antes de regresar, nunca antes de las dos, a casa.
Hoy va con algo de retraso por culpa de un atasco en
el camino de vuelta, así que recorre apurada los pasillos del supermercado,
tachando de la lista los artículos que va echando al carrito, mientras piensa
—calcula mentalmente— que, si se da prisa y no hay demasiada gente en la caja
pagando, podrá llegar a casa antes de que empiece a llover, que ya está oyendo
tronar. Y así podrá recoger la ropa del tendal antes de que se cale.
Plancharla, doblarla y guardarla en el armario lo dejará para después. Y si
termina con esto rapidito, podrá hacer paquetes con los filetes y el pescado
que ha traído y congelarlos. Si se apresura, y mientras pone a calentar en el
fuego la olla con el estofado, podrá darse una ducha de dos minutos; el pelo no
va a darle tiempo, no pasa nada: ya se lo lavará más tarde en el fregadero.
Y si con suerte —suspira para sus adentros— no le pasa
lo de los últimos días, que se tiene que sentar en el suelo del baño angustiada
porque le fallan las piernas, porque no puede respirar, porque nota unas
palpitaciones en el pecho que se cree que se va morir ahí mismo y solo acierta
a frotarse las manos y sollozar —abriendo un grifo para no hacer ruido—; si no
le pasa nada de eso, piensa, se vestirá deprisa y llegará justo a tiempo de
poner en la mesa donde espera sentado el marido —que desde que le operaron de un
quiste en la nariz, anda el hombre cabizbajo y decaído—, con la mirada fija en
la tele, los dos platos calientes del guiso. Que aunque sabe que no va a
oírselo decir, le ha quedado muy rico.