LA POSTAL
A
Cecilia le huele la postal a crema bronceadora, a brisa de yodo y algas, a
orilla del mar. Con ambas manos la pone —mejor dicho la restriega— en su nariz
y entorna los ojos, concentrada en aspirar todo su aroma. Huele a verano, huele
a su hijo Damián. Expira el aire y vuelve a llenar sus pulmones con ansia
renovada; y no se cansa y se pasa así toda la jornada.
Los
días que no hay correo, se queda como un vegetal, respira sin ganas, bebe del
vaso que el marido apoya en sus labios, traga la cucharada de sopa que introduce
hasta su garganta. Pero cuando llega carta del hijo es como si resucitara. En
la foto de la postal sale un arenal con sombrillas y hamacas y toallas, un
cielo muy azul, niños chapoteando en el agua, una pelota lanzada al aire, colchonetas
con gente tumbada un barquito más allá. Y en el anverso unas pocas líneas del
hijo, «… es una playa preciosa, mamá. Un beso. Damián».
Cuando
a la noche cae rendida, feliz, el marido guarda la postal donde las otras.
Tenerife, Venecia, Portugal. Las compra por Internet. Sellos no pone, hace años
que no hacen falta.