CONFORT
De
la noche a la mañana apareció en la finca del vecino una hamaca atada a los
troncos de dos manzanos. Nos extrañó, porque no imaginábamos al tipo aquel
despatarrado sobre la lona balanceándose, mirando pasar las nubes con los ojos
entrecerrados. Al contrario, el Salustiano era un hombre muy activo y siempre
andaba atareado con algo: arando la tierra, segando, echando semillas, quitando
malas hierbas, recolectando verduras, regando o podando los frutales.
Nos
olvidamos del tema hasta que una tarde le vimos instalar un jacuzzi en mitad de
la huerta. «Se le está yendo la olla al viejo», pensamos. En los alrededores,
muchos granjeros ponían bañeras como abrevadero para el ganado, pero es que el
Salustiano no tenía animales; se dedicaba a sus manzanos, su sidra y sus
compotas, y a plantar lechugas, puerros, berzas, tomates, calabacines, rábanos.
Decidimos que, quizás, lo usaría como depósito para recoger el agua de lluvia y
lo dejamos pasar.
Poco
después, descubrimos que había colocado entre los repollos un inodoro, con su
papel higiénico y todo, y un poco más allá, detrás de unos setos, un somier con
su almohada y su colchón. Que estuviera chiflado era una opción, claro; pero
aunque fuera un hombre solitario siempre nos había parecido muy cabal, y por
eso seguimos, atentos y expectantes, cómo iba llenando de cosas —una silla y una mesa, un espejo, una
jofaina, espuma y maquinilla de afeitar—, su finca.
Entendimos
de qué iba todo aquello cuando, una semana más tarde, le vimos aparcar y sacar
de su furgoneta una estaca larga envuelta en un vestido floreado, con dos brazos
y dos piernas estiradas y una melena rubia alborotándose bajo un sombrero de
paja —que medio cubría una mirada enigmática y una sonrisa sensual— que situó,
con exquisito cuidado, bien arrimada a su espantapájaros.