ADICTO
Es colarse en el salón de
juegos, caminar con las manos a la espalda entre las mesas, elegir una de ellas
—donde
ya está dispuesto un tapete de fieltro verde— y sentir Eugenio ese veneno
que le abrasa por dentro. Las manos empiezan a sudarle tanto que las mete en
los bolsillos de la chaqueta, de este modo las va restregando con el forro para
intentar mantenerlas secas. Se queda allí de pie, mirando atentamente, y su
corazón se pone a bombear muy fuerte cuando uno de los jugadores sujeta el
cubilete de cuero. Al oír el golpeteo de los dados agitados contra el vaso, nota
el riego sanguíneo circulando, mejor dicho galopando, por todo su cuerpo, de la
cabeza a los pies y desde allí de vuelta, encendiendo mejillas y orejas. Cuando
caen los dados sobre el tapete, ¡cinco seises!, es ya el éxtasis, es tocar el
cielo. Pero también es faltarle el aire, sentir que se ahoga, que se muere.
Cierra entonces los ojos y
respira hondo varias veces, como le enseñaron en terapia a hacerlo. Enseguida
se le acerca una auxiliar de la residencia que le toma del brazo, «pero
mire que es usted desobediente, don Eugenio, que ya sabe lo que le dijo el
médico sobre el juego, que ni se acerque». Y mientras es conducido a la sala
de la tele, sin escuchar la reprimenda, no puede evitar mirar la mesa donde unas
ancianas juegan al parchís. Eso sí, el subidón ni se le parece.