NUBES
Nadie en la casa entiende por
qué Juanita, la vieja criada, no se muere de una vez. Y es que a sus ciento
cuatro años poco, por no decir nada, le queda ya de hacer en esta vida. Con lo
fácil que sería presionar un almohadón sobre su cara —ni siquiera
con demasiada determinación— un minutito de nada y estaría. La pobre vieja, toda huesos
y sin fuerzas, ni el más mínimo movimiento haría por defenderse. O sea, que no
quedaría el ADN del ejecutor dentro de sus uñas, ni se llevaría en el antebrazo
un rasguño al revolverse la mujer en su lucha por respirar. Tampoco quedarían
moratones en la cara de ella. Ya digo, sería apretar flojito, como quien no
quiere la cosa, y ayudar a la pobre anciana a iniciar el viaje eterno.
Esto lo ha pensado alguna vez,
para sus adentros, la señora de la casa, el señor, los hijos y alguno de los
nietos. Porque, quieras que no, mantener con vida a Juanita conlleva un gasto:
hay que alimentarla por sonda, abonar las visitas del doctor y la auxiliar que
viene cada día, pagar en la farmacia las recetas, comprar pañales, mantener el
servicio de lavandería, etcétera. Y sobre todo, sería estupendo recuperar ese
dormitorio para otros usos más convenientes. Pero ninguno de ellos, dadas sus
profundas convicciones religiosas, se atreve a hacerlo.
Además, mira que la pobre
mujer lo repitió cientos de veces: que qué asco de vida, todo el puñetero día
recogiendo la mierda de los demás, que no se me quitan ni los sabañones ni el
olor a lejía, que a ver si pronto el señor me llama a su presencia y dejo de
trabajar como una mula. Por eso, cuando le agarró aquella neumonía a los
noventa años, todos pensaron que no lo superaría. De hecho, hasta avisaron al
sacerdote de la parroquia para que le administrara la extrema unción cuando le
retiraron el respirador.
Pero Juanita, tan deseosa que
estaba por reunirse con el Señor, no termina de encontrar el camino al Más
Allá, no ve por ningún lado la luz que cree que hay que seguir y que le
conducirá a Él. Solo ve nubes y más nubes, lo mismo que en su perra vida, y la
pobre, que esperaba una señal más clara y definitiva, no se orienta, no se
atreve a moverse y se ha quedado paralizada, esperando ese ansiado rayito de
sol, en las
entretelas de la muerte.