ASCUAS
«Suena
distinto el crepitar de la madera dependiendo de si es castaño, olmo, encina o
roble. O abedul, como esta». En las largas y solitarias noches de invierno en
Wisconsin, encuentra Wilfred compañía en el fuego. «Tampoco emite el mismo
quejido al arrojarlo a las llamas que cuando ya lleva un rato ardiendo»,
continúa, mientras remueve las brasas con un atizador. En sus tiempos de
leñador, ha talado muchos árboles, amontonado troncos de todas las formas y
tamaños y encendido miles de hogueras. Y la de horas que ha pasado sentado en
este taburete frente a la chimenea, como ahora, bebiendo a morro de la botella
de bourbon, creyendo desentrañar el mensaje de los chisporroteos y el estado de
ánimo —enfadado, nostálgico, preocupado, triste—, según el árbol que estuviera
quemándose. No recuerda ninguna rama, ningún madero, que se calcinase feliz. «El
olor también es diferente», dice, aspirando profundamente y ensanchando las
aletas de la nariz, «y el color de las llamas: rojas, naranjas, azules. Incluso
verdes. Si uno observa bien, se ve claramente». Da otro trago, eructa. Un
chorrito del apestoso líquido amarillo le resbala por las comisuras de la boca y
le apelmaza los bigotes. Hace ya tiempo que no se distingue lo que es cana,
pelo rubio, vómito o licor reseco.
Para
cuando queda el fuego reducido a un rescoldo silencioso e inofensivo, el calor
de la lumbre y el alcohol casi han vencido a Wilfred que, hecho un ovillo sobre
el suelo de tierra, se resiste a caer en el abismo del sueño hasta que ese ojo
de abedul, que aún no se ha consumido del todo y que lo mira con reproche, sea
ceniza gris.