domingo, 30 de marzo de 2025

Ascuas

ASCUAS

«Suena distinto el crepitar de la madera dependiendo de si es castaño, olmo, encina o roble. O abedul, como esta». En las largas y solitarias noches de invierno en Wisconsin, encuentra Wilfred compañía en el fuego. «Tampoco emite el mismo quejido al arrojarlo a las llamas que cuando ya lleva un rato ardiendo», continúa, mientras remueve las brasas con un atizador. En sus tiempos de leñador, ha talado muchos árboles, amontonado troncos de todas las formas y tamaños y encendido miles de hogueras. Y la de horas que ha pasado sentado en este taburete frente a la chimenea, como ahora, bebiendo a morro de la botella de bourbon, creyendo desentrañar el mensaje de los chisporroteos y el estado de ánimo —enfadado, nostálgico, preocupado, triste—, según el árbol que estuviera quemándose. No recuerda ninguna rama, ningún madero, que se calcinase feliz. «El olor también es diferente», dice, aspirando profundamente y ensanchando las aletas de la nariz, «y el color de las llamas: rojas, naranjas, azules. Incluso verdes. Si uno observa bien, se ve claramente». Da otro trago, eructa. Un chorrito del apestoso líquido amarillo le resbala por las comisuras de la boca y le apelmaza los bigotes. Hace ya tiempo que no se distingue lo que es cana, pelo rubio, vómito o licor reseco.

Para cuando queda el fuego reducido a un rescoldo silencioso e inofensivo, el calor de la lumbre y el alcohol casi han vencido a Wilfred que, hecho un ovillo sobre el suelo de tierra, se resiste a caer en el abismo del sueño hasta que ese ojo de abedul, que aún no se ha consumido del todo y que lo mira con reproche, sea ceniza gris.