EL CUADRO
Marca un reloj antiguo que hay
en el cuadro de la cocina un tiempo que ya no existe. Las agujas quedaron
detenidas para siempre en las cuatro y veinte. De la tarde, no de la madrugada,
porque a nadie se le ocurriría levantarse en plena noche para prepararse un té
negro o un café. Y es que sobre el mantel se ve una taza con un líquido oscuro
humeante —el
humo no se mueve, quedó suspendido en el aire—, un azucarero con una cucharita
dentro, una servilleta a un lado y, en el centro, una jarra con una rosa recién
cortada.
Por la ventana se ve un paisaje verde, un bosquecillo al fondo y unas vacas que
pacen.
Como el cuadro está en la
pared de un primer piso en una zona bastante ruidosa del centro urbano, al
viejo que vive ahí le ha despertado el estruendo del camión de la basura que
lleva un rato triturando cosas debajo de su ventana. «Así no
hay quien duerma», se dice enfadado mientras calienta en el microondas un
vaso de leche con miel y espera que regrese el sueño. Se lo bebe a sorbitos de
pie, sin encender la luz del techo, y aguarda a que le entre el primer bostezo.
A través de los cristales de
la ventana deja vagar la mirada. Por el horizonte salpicado de huertas y el
cielo estrellado si viviera en mitad del campo. Pero sobre esto ya bastante ha
fantaseado, ha echado cuentas y con la pensión que cobra hace tiempo que lo ha
descartado; y tampoco se ve atracando un banco. Así que, resignado, se termina
la leche mientras observa al camión de la basura parando en cada contenedor de
la calle y vaciándolo.
Mira entonces distraídamente el
cuadro que se trajo de la casa donde vivieron sus padres. Y aunque le da rabia
arañarse los dedos con las espinas de la rosa cuando le cambia el agua, siente
que es un poco como estar en el campo: poder disfrutar del aroma fresco de la
flor que se extiende por todas las estancias y del rojo perenne de sus pétalos
resistiendo el paso de los años.