MAR ADENTRO
—¿Oyes
las gaviotas, Celine? —musitó el hombre. Tosía las sílabas, desfallecido. La
enfermedad había licuado su cerebro, no podía dormir y llevaba horas delirando.
Entre
las rendijas de la persiana se filtraba una claridad púrpura: pronto saldría el
sol. Ella iba y venía, poniendo paños húmedos en su frente, cambiando las
sábanas empapadas en sudor.
—Tengo
los pies helados —gimió, angustiado—. La marea me arrastra, Celine, ¡por favor,
ayúdame! —Sus ojos la miraban suplicantes.
Ella
tomó su mano y él la asió con fuerza.
—No
tengas miedo, Marcel —dijo dulcemente—. El mar está en calma, iremos entrando
poco a poco. Mira el azul del cielo, siente la arena bajo tus pies. Ahora nos
cubre por el pecho; no, no te suelto. ¿Ves aquel barquito velero? Tenías razón:
en el mástil están posadas las gaviotas que antes oías.
Notó
entonces Marcel que una corriente lo abrazaba, lo envolvía. Las olas lo
arrullaban, lo mecían, mientras le invadía una inmensa paz. Nunca había sentido
tanta gratitud. Aflojó la mano que lo sujetaba y se dejó llevar hacia el fondo.
En
ese momento le pareció a Celine que una brisa de algas y yodo impregnaba con su
aroma toda la estancia.