ESCAPE
No la besaría, para no despertarla.
Apartaría con suavidad las sábanas, se deslizaría sigiloso y saldría de
puntillas del dormitorio, con los zapatos, la camisa y el pantalón en la mano.
Se vestiría a oscuras en el pasillo, no tiraría de la cisterna del baño, se
pondría el gabán colgado del perchero del recibidor y abandonaría ―para siempre― la casa, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido. Una
vida por estrenar le estaba esperando en algún lado.
Cada noche, cuando ella se quedaba
dormida, él se ponía a urdir la huida con la mirada fija en el techo. Unas
veces, ni salía del portal, porque fuera hacía un frío que pelaba y se volvía a
acostar. Otras, llegaba hasta el final de la calle, tropezando con baldosas
hundidas o tapas de alcantarillas desencajadas y metiéndose en todos los
charcos. Al entrar a la estación bajaba de dos en dos las escaleras mecánicas y
corría hacia el andén para ver cómo el último tren o autobús cerraban ante sus
narices las puertas y arrancaban sin él. Se daba entonces media vuelta, con la
cabeza gacha y los pies calados, y regresaba arrastrando su sombra a casa.
Barruntaba todo tipo de escapadas. Las
visualizaba llenas de obstáculos y trabas, para quedar extenuado y conseguir
así, por fin, desconectar de la realidad: la amenaza del ERE, los recibos de la
hipoteca sin pagar, la avería del coche, la semana blanca de los niños, las
derramas del tejado. También, por qué no reconocerlo, se sentía dueño de un
espacio donde gozaba de plena libertad para hacer y deshacer a sus anchas e ir
y venir donde y cuando le diera la gana.
Sin embargo, lo más lejos que llegó con
su imaginación fue a un descampado del que regresó abatido al entender que, más
allá de aquel erial, para él no habría nada.