NOVEL
Todo le hacía
gracia al puñetero, la verdad es que lo pasábamos genial. En cuanto me veía
acercarme a su cuna se olvidaba de que le estaban saliendo los dientes y se
echaba a reír. Noche tras noche, procuraba cerrar la puerta de su cuarto para
no despertar al resto de la casa con sus carcajadas.
Tenía una
risa contagiosa. Yo me tapaba la nariz y apretaba fuerte los labios hasta casi
ahogarme, no fuera que alguien me oyese. Si lo sacaba del edredón para volar por
el techo chillaba y pataleaba como un condenado, era lo que más le divertía; si
me daba por girar la cabeza hacia atrás se partía de la risa; y palmoteaba y
hacía gorgoritos cuando me ponía bizco y sacaba la lengua. Después, agotado de
tanto jolgorio, solía quedarse dormido y yo regresaba a esconderme dentro del
armario.
«A ver cuándo
te dejas de memeces y empiezas a trabajar en serio» me reprochaba a mí mismo
algunas noches, mientras recogía la víscera del suelo y volvía a ponérmela en
la boca. Esas noches, evitaba mirar el reflejo en la ventana de una cara peluda
y unas orejas gachas.