EL BUTANERO
Vivir en un quinto sin
ascensor tiene sus encantos y no son precisamente las vistas, que el piso da a
un patio cerrado. Ver, ver, solo veo tendales y geranios. Pero cuando se acaba
el gas, suelen subir la bombona unos maromos de pelo en pecho que cortan la
respiración. A veces viene un gordinflas que enseña la raja del culo y llega
arriba resoplando, pero esta mañana la trajo uno nuevo.
En cuanto
abrí la puerta me enamoré y, sin darme cuenta, comencé a desnudarle con la
mirada. Me pasa a veces. Primero le desabroché del todo la camisa; fue fácil,
con esos corchetes que ponen ahora. Después le solté el botón del vaquero y le
bajé la cremallera. No llevaba calzoncillos y me puse muy nerviosa. Me quedé embobada
mirándole el sexo henchido, palpitante: un cosquilleo me recorrió los muslos y
noté cómo se me endurecían los pezones. Todo mi cuerpo temblaba.
Entonces oí
la voz censora, quisquillosa; la voz interior que decía: «Paquita, te estás
congestionando. Relájate, que solo es un chaval… y tu Antonio está al caer».
Así que le despedí con unas monedas y salí con el batín abierto al balcón a
quitarme el sofoco.