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En este resort de Cancún puede uno incluso
cansarse, ya ves tú, de beber cada tarde una piña colada con medio cuerpo
dentro de la piscina o una cerveza bien fría acompañada de unos pistachos
tumbado en una hamaca. Es la sensación que le da a Pepe la visita virtual que
está haciendo por la web de una agencia de viajes de lujo. También es verdad
que no es un problema difícil de solucionar, porque puede uno bajar en chanclas
por una pasarela de madera hasta la playa privada, con sus palmeras, su arena
blanca y su agua cristalina, tan cristalina que se ven los pececillos azules,
violetas y naranjas, alguna langosta por el fondo del mar y ¡ostras!, un
tiburón blanco que avanza veloz hacia él, con esa mandíbula llena de dientes
afilados. Y Pepe, que no sabe nadar y a duras penas se mantiene a flote, traga
no sé cuánta agua antes de alcanzar con torpes brazadas la orilla, donde con
todo el cuerpo temblándole intenta recuperarse del susto más grande de su vida.
Y cuando llega Marta del trabajo en el
supermercado y se sienta agotada en el sofá, Pepe se baja las mangas de la
camisa para ocultar sus brazos bronceados, mete tripa para disimular el par de kilitos
que se cogió mientras recorría el bufet y le dice que este verano le apetece
más, en vez de playa, irse a una casa rural.