LA CASA EN LA COLINA
No era un empleo de esos que
terminas la jornada deslomado y tampoco es que hubiera mucho que hacer en
aquella casa. Las telarañas del techo les dejó claro doña Genoveva, la dueña,
que no le molestaban, y el polvo que se posaba en cómodas y estanterías y la
pelusilla de las alfombras tampoco era una cosa que le quitase el sueño. Los
cristales de ventanas y balcones los prefería sucios; total, para lo que hay
que ver, les había dicho mientras descorría los cortinones de terciopelo del
salón y salían al jardín ―por llamarlo de alguna manera―, que
rodeaba la casa. Parecía aquello una jungla, totalmente cubierto de maleza,
ortigas y zarzas, pero ella les dijo que ni tocarlo, que le gustaba así, decadente,
agreste, natural. En la planta de arriba les mostró la que sería su habitación,
que tenía un dosel sobre una cama enorme y un baño con unos sanitarios muy
antiguos, pero que sería para ellos dos solos. En el cuarto donde dormía la
señora, el baño que usaba y su salita de estar, donde se sentaba a bordar,
tomar el té o escribir cuando la musa la visitaba, no tendrían que entrar,
según les indicó, a nada de nada.
A Nicoleta y Florin, que
buscaban a la desesperada un lugar donde alojarse y dejar atrás el cuartucho
húmedo y lúgubre donde malvivían, les pareció el maná, mejor que tocarte la
lotería. Así que esa misma tarde trajeron sus escasas pertenencias y se
instalaron tan contentos. Antes de la hora de cenar, y según establecía el
contrato que habían firmado, Florin, armado de brocha y una lata de pintura
blanca, se dispuso a cubrir en las paredes del salón una serie de manchurrones producidos
por la humedad. Le parecieron caras fantasmagóricas ―bocas
suplicantes, miradas desencajadas, semblantes de terror― y
surgían cada tarde provocadas, según doña Genoveva, por unas filtraciones en la
instalación de fontanería. Nicoleta se aplicó en coser unos desgarrones en una
sábana muy desgastada que en algún momento fue blanca ―«los dos agujeros del medio
déjalos» le
había indicado― y una vez planchada y almidonada, se la
llevó doña Genoveva a su estancia después de despedirse de ellos hasta mañana.
Al poco de acostarse aquella
primera noche, comenzaron a escuchar unas voces ―a
ratos susurrantes, a ratos más altas―, el
sollozo apagado de una mujer, el crujir de los peldaños de madera, el ruido de
cadenas que se arrastraban, el golpeteo de las contraventanas, el aullido del
viento…
―Todos
estos ruidos son muy de pelis de sustos ―temblaba
Nicoleta, abrazada a Florin.
Y él, para meterla más miedo,
bromeaba con que podría tratarse de psicofonías, fenómenos paranormales. Y en
esto discrepaban, por más que aguzaran el oído, pero en lo que sí se pusieron
de acuerdo fue en que no se les olvidara comprar, al día siguiente, un arsenal
de tapones de algodón en la farmacia, porque de aquella casa, no se marchaban.