POLIZONES
Como apenas eran unos críos, no
sabían nadar y temían que nadie los contratara, se colaron Reinaldo y Tadeu de
extranjis en la bodega de una pequeña embarcación, donde un barbudo estaba
soltando amarras. Cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad, les sorprendió
muy gratamente encontrarse la tarima recién fregada y unos camastros bastante
cómodos, con almohadas llenas de plumas y colchas de fina badana. A cada lado,
había una silla con un cojín para la espalda y un tablero a modo de mesa sobre
el que estaban dispuestos una vasija con agua fresca, un odre de vino, un
barril lleno de delicioso licor, hogazas de pan, tiras de carne y pescado en
salazón, naranjas, peras, ciruelas deshidratadas, olivas, nueces, miel y unos
dulces almendrados muy ricos. Manjares que, desde luego, no esperaban encontrarse
en un lugar así. Aquella iba a ser, decidieron, una experiencia inolvidable.
Notaron que el barco zarpaba
mientras, tumbados sobre el jergón, daban buena cuenta del vino y escupían
huesos de aceitunas, a ver quién los lanzaba más lejos. Habían oído, allá en su
aldea perdida entre montañas, que aquellos navíos regresaban cargados de
tesoros y su idea era volver a casa, muy ufanos, con unas cadenas al cuello,
sortijas de brillantes en los dedos, coronas en la cabeza, túnicas ricamente
bordadas con hilos de oro, diamantes, zafiros; esas cosas que llevan los reyes
de los cuentos.
Les estaba haciendo efecto el
alcohol, ese sopor tan placentero, cuando se abrió chirriando una puerta y
entró el barbudo, que se presentó como el capitán, el vigía, el jefe de
máquinas, el contramaestre, el grumete, el cocinero —«todo lo hago yo, en estos tiempos que corren nadie
quiere enrolarse, ¡ay!, esta juventud», se lamentó—, los
abrazó emocionado, se alegró de verlos ya instalados y les agradeció que le
acompañaran a atravesar aquel océano lleno de amenazas, monstruos espeluznantes,
ballenas asesinas, bestias abisales que clavaban sus dientes en la quilla de
madera, serpientes gigantes que se enroscaban todo alrededor del casco hasta
reventarlo y hundirlo, y resto de peligros del que muy, muy pocos barcos,
regresaban.