RASGUÑOS
Sospecha al dar un respingo el
abuelo Teo que se ha debido quedar un rato traspuesto, porque antes se veía la
alfombra del salón y ahora está cubierta, de un lado, por montañas de papel arrugado,
trozos de porexpan, cajas abiertas y
manuales de instrucciones. Y del otro, por una serie de dispositivos que el
hombre mira sin entender para qué son: una tablet,
un portátil Genio, un reloj Vtech, una consola Nintendo, un Smartphone, una
cámara de fotos Kidizoom, unas gafas 3D, una diana electrónica y no se sabe
bien cuántos videojuegos.
Son los regalos del cumpleaños
del nieto. Posa su mirada en el pequeño, que se regocija mientras hace explotar
las burbujas de un plástico de embalaje, pero sus padres le apremian, «no hagas el
bobo, Jorge,
y abre el de tu tía Menchu», y el niño continúa recibiendo paquetes, bostezando, repartiendo
besos, hasta que ya ha abierto todos los obsequios. Entonces, le mandan al
cuarto a jugar, y en la frágil neblina en que se van convirtiendo los recuerdos
del viejo, se forman jirones de imágenes en blanco y negro de cuando tenía la
edad del nieto. Y esboza una sonrisa al evocar los charcos que sorteaban
durante los largos meses de invierno, las farolas rotas a balonazos o pedradas,
las huidas a todo correr calle abajo, las costras en las rodillas, aquellos
toboganes altísimos, las brechas que se hacían en los columpios de hierro.