LA ABUELA
Mientras va dando sorbos a su
infusión de anís con la taza sujeta entre las manos, Matilde mira con ternura a
la nieta, que está sentada en el sofá junto a ella. Ha observado que
últimamente anda como ausente, dispersa. Está muy crecida Cecilia, reflexiona
la mujer, ya no es aquella niñita que no paraba de parlotear, de preguntarlo
todo: que hacia dónde vuelan cada año las dos cigüeñas cuando emprenden el
vuelo desde el campanario de la iglesia, que por qué la nieve quema, que si los
peces de colores también van al cielo y que si van a una pecera o, una vez
muertos, no necesitan estar bajo el agua en el firmamento, «qué
lío, abuela».
La ve que está en esa edad de
tormentos, en que las emociones se enredan como madejas de lana ¡y lo que
cuesta desenredarlas luego! Le preocupa —es normal— que
se extravíe entre anhelos, miedos y sueños, que sea incapaz de articular sus
preguntas, de plantear sus dudas, de entender la complejidad de sus emociones y
darles salida, dejándolas fluir unas veces, conteniéndolas otras, y de aceptar
que las lágrimas restañan las heridas del alma en tantas y tantas ocasiones.
Prefiere, no obstante,
respetar sus ritmos, sus momentos. Por eso, ambas continúan en silencio.
Matilde absorta en sus pensamientos, anticipando posibles respuestas, equilibrando
la información que le irá suministrando, siempre clara y sin rodeos, sin
contarlo todo ni ser, tampoco, muy escueta. Y Cecilia mirando la lámpara del
techo, repasando en su cabeza —ya casi lo tiene— la tabla de elementos químicos
y sus símbolos para el examen del viernes.