DUELO
Durante el día, una bruma muy
densa inunda cada esquina de su dormitorio. Es tan pegajosa y espesa, que
sentada en la butaca apenas se entera de quién viene, quién va, lo que le traen
para comer en la bandeja, las cosas que le cuentan para distraerla las otras
viejas, lo que dicen en esos estúpidos programas de la tele.
Por la noche, cuando por fin
la dejan sola y todo queda en silencio, se pone a llover en la habitación, se desconcha
el gotelé de las paredes, del techo caen trocitos de yeso desmigado que se
enredan en su cabello. Arrebujada bajo la colcha, con el frío agarrado a su
piel, a sus articulaciones y huesos, deja pasar las horas en vela, abrazada
tiritando a sus piernas, como un feto. Toda su atención se concentra en apretar
fuertemente los párpados; no quiere abrirlos, no quiere no verle en la cama de
enfrente.
Cuando amanece, la habitación
está entera blanca, la escarcha cubre el suelo y una fina capa de hielo se resquebraja
bajo sus pies al levantarse. En el espejo del baño ve un rostro borroso,
desdibujado, y siente un gran alivio en el pecho al imaginar esa cara diluirse,
ese cuerpo encogerse hasta desaparecer. Pero entra entonces la auxiliar y dando
los buenos días, cantarina, risueña, espera a que se trague las pastillas
azules y en ese momento regresa un día más, la niebla a ocupar su cabeza.