IDA Y VUELTA
Fue un hecho absolutamente
insólito que nevara en la isla. Una cosa imprevista e inesperada, algo del todo
fuera de lugar: jamás de los jamases, y menos todavía en pleno mes de agosto,
un temporal de nieve se había cebado sobre esta zona del mapa, dejando estampas
tan atípicas como playas blancas, veraneantes con gorros de lana, botas y
bufandas en lugar de viseras y chanclas, estufas en las terrazas.
En los bares, cafeterías y
pubs hubo mayor afluencia de clientes: se quedaban más tiempo, consumían más. Y
no precisamente chocolate con churros. En aquellos extraños días, se bebía
cerveza, licores y vino como si lo regalaran, se continuaba la fiesta en las
habitaciones de los hoteles y alguno que otro, borracho hasta las patas, llegó
a encaramarse a la barandilla del balcón, con la cosa esa de saltar a la
piscina, una tradición bien chula para luego, de vuelta a casa en Manchester,
contarla. Afortunadamente un fogonazo de consciencia o ver el agua de abajo con
una capa de hielo les hacía recular, bajarse de la balaustrada y seguir
bebiendo con la puerta del balcón cerrada.