ATREZO
En el cuartucho donde malvive
Pedro, lo primero que se percibe la mañana de Reyes es un olor intenso a
camello —o eso le
parece a él—,
aunque más apropiado sería decir que es un hedor a rancio, a sucio, a fetidez.
Hay mechones de pelo áspero enganchados en las ramas del abeto y también en las
cortinas del ventanuco por donde se supone que ha entrado la comitiva real. Para
llegar a donde los regalos hay que sortear, además, varios excrementos que no
son nada pequeños. Cada año se repite la misma escena: de los tres mazapanes
que pone para Sus Majestades solo quedan los envoltorios y la botella de anís,
y varias latas de cerveza también, están vacías sobre las baldosas frías del
suelo.
Desde la cama, somnoliento,
legañoso y con un molesto martilleo en la sien, contempla al despertar el
decorado que le ha tenido ocupado la víspera. Sus ojos, enramados y llorosos,
se detienen en los juguetes envueltos en papel, bastante arrugado ya, desde las
navidades de 2009, el año que vio a sus hijos por última vez: el balón de reglamento
para Mateo y el puzle para Inés.