CLOWN
Su idea era hacer malabares.
Lanzar al aire tres bolas y mantenerlas en equilibrio con las dos manos; una,
cuatro, veinte veces seguidas, las que el público quisiera. «Y si
encuentro el monociclo», sonrió, «lo haré dando pedales, eso sí que gusta». Era
el tipo de espectáculo que a cualquier niño dejaba asombrado y con la boca
abierta. Lo mismo que sacar un montón de pañuelos de colores anudados de una
chistera o algo tan sencillo como encontrar detrás de sus orejas una moneda.
Llevarles un poco de magia, de
ilusión. Intentar que por un rato el tiempo, la barbarie, se detuviera.
Pero entre los escombros del
teatro donde actuaba, lo único que encontró que le sirviera fue un disfraz de
Minnie, de alguna función antigua. «Bueno», se
dijo, «no es
precisamente de mago ni de payaso, pero seguro que a alguno de los pequeños le
arranco una sonrisa». Se trataba de conseguir que olvidasen, por un instante,
que estaban en un hospital, tendidos en una camilla, vendados hasta arriba, con
heridas de metralla en cabezas, brazos y piernas. Alguno incluso sin un brazo o
sin una pierna.
«Me fumo este y entro». Se encuentra
ahora de espaldas a la puerta de Urgencias, dando caladas nervioso, intentando
reunir fuerzas. Pero cada vez que apura hasta el filtro un cigarrillo,
se le acelera el pulso, un sudor frío le recorre la espalda, le dan mareos y se
enciende otro, y otro, va ya por el segundo paquete. Entretanto no hacen más
que llegar ambulancias, salir y entrar enfermeros, cargar con cuerpos
maltrechos a la carrera. Y con el sonido de fondo de los llantos, de las
sirenas, a él no dejan de temblarle las piernas.