SIN
RUMBO
Quizá por repetido y cotidiano
la gente no se percata a veces de detalles como este. No es que disfrute con
este entretenimiento, pero tampoco puedo
evitarlo. Cada vez que veo en la tele o la prensa imágenes de un accidente en carretera
lo busco de inmediato y casi siempre está ahí.
Me refiero al zapato huérfano
tirado en la calzada en cualquier tipo de siniestro, ya sea de automóvil,
autobús o moto, incluso en los atropellos a peatones. También me fascinan los
tapacubos que decoran las cunetas sin choque previo. Estos parecen desarrollar
una vena independentista: marchan rodando por su cuenta para luego quedar por
ahí tristemente abandonados. Pero volvamos al tema del zapato impar.
Si me pongo a pensar en ello se
me ocurren algunas explicaciones. Por supuesto, la más lógica, la que explicaría
el fondo del asunto, sería la que dicta la ley de la inercia: el cuerpo choca y
queda atrapado en el vehículo o tirado en el suelo, pero el zapato, por su
relación masa velocidad, tiene otras variables matemáticas con las que cumplir
y sigue su curso hasta quedar parado un poco más lejos. Esta sería la deducción
científica, pero yo tengo otra, sin duda más peregrina y menos contrastada.
A mi estos zapatos descarriados
que siguen su ruta sin el pie me invitan a pensar en un afán vano por continuar
su camino, un camino que se ha interrumpido en un instante. Ellos solo entendían
de andar, de pedalear, de pisar el embrague y demás, pero nadie les informó de
cuándo ni de qué manera serían jubilados. Dejan de rozar el asfalto, de arrastrarse
por el suelo, de taconear, pero tardan unos segundos en darse cuenta.
Suelo hacer suposiciones de a
quién pertenecían y ahí se me dispara la imaginación. La zapatilla deportiva es
la que más me despista: su dueño lo mismo podría haber sido un chaval o un
padre de familia que buscaba comodidad en la conducción. Hasta un abuelete. Con
el zapato de tacón saco otras conclusiones más trágicas: una chica joven que
regresaba a casa después de una fiesta. La imagino escogiendo el modelo, el
color, posando ante el espejo de la tienda, calculando si le provocarían
ampollas y lo bien que combinarían con el vestidito de tirantes recién
adquirido. Con las sandalias infantiles se me escapan las lágrimas.
Son zapatos descalzos, olvidados,
inútiles. El destino los arrancó cruelmente del ser que en su día los escogió
con más o menos esmero.
Al menos los tapacubos
eligieron libremente su suerte.