LA NOCHE MÁS LARGA
El monstruo estira sus retorcidos
tentáculos de fuego y va creciendo en columnas de humo intentando lamer el
cielo. Su fiebre se propaga en todas direcciones y, alimentada por el fanatismo
de los pirómanos, la gran hoguera censora engulle las montañas de libros
prohibidos.
Las llamas los muerden
y mastican, los regurgitan y tragan; a algunos los escupen y vomitan lanzándolos en cascada lejos del calor
sofocante. Pero con hábiles lengüetadas, no tardan en aferrarlos de nuevo, fundiéndolos
en masas amorfas de papel, esqueletos de tapas y tendones de hilos, polvillo negro de
tinta… dejándolos reducidos a un montón de cenizas. El rugiente parpadeo de la
lumbre ilumina la noche, que se va consumiendo acompañada del quejido fantasmal
de los libros, que no dejan de brincar sobre las brasas intentando huir de la
fiera inmisericorde. Finalmente, sucumben a la realidad incandescente y se
mezclan con las ruinas de los textos que, humeantes, yacen carbonizados en el
suelo.
El hollín
tizna los rostros de los que acuden a entregar sus vergonzosas pertenencias
para cumplir con la ordenanza oficial. Hipnotizados por las llamaradas, se
demoran en volver a sus casas, deleitándose con la escena, atrapados por el espectáculo
del incendio devastador. Una lluvia de chispas renegridas planea mansamente
desde las nubes de vapor seco, cubriéndolo todo con una pátina cenicienta:
trocitos de frases, palabras sueltas, letras doradas desprendidas de los tomos
deshilachados se dejan caer, exangües, sobre los escombros, vencidas por el
poder destructor del fuego.
Las librerías,
bibliotecas, imprentas, editoriales y almacenes de libros de todo el país
sufren el mismo destino en la fecha fijada por los gobernantes. Es la noche de
San Juan.