INCORPÓREO. LA MOMIA DE
LILLE.
«Otra jornada
más sin nada que llevarse a la boca», pensaba malhumorada Cesárea mientras se
agachaba para robar un repollo de la huerta de la vecina. «Prepararé con la
hortaliza un guiso para toda la semana. Añadiré abundante agua y una
patata, no puedo hacer milagros». En esas estaba cuando sintió un terrible
calambre en el espinazo que la hizo retorcerse de dolor. Se arrastró como pudo
hasta la cocina y en cuestión de minutos una masa viscosa y sanguinolenta se
escurrió de entre sus piernas. «Carajo, lo que faltaba», masculló para sus
adentros. «Ya me parecía a mí que andaba yo muy pesada últimamente». El bebé
emitió un ruidito, un tenue quejido más de gato que de humano. La mujer
miró fijamente al cubo de la basura, no sería difícil deshacerse de él ahora
que no había nadie en casa. Ya eran demasiadas bocas que alimentar, y con un
marido tísico no se vislumbraba una salida a su miseria.
En ese
momento el niño abrió mucho los ojos y se le quedó mirando, aterrorizado.
Cesárea creyó que le había leído el pensamiento y sintió un ramalazo de
arrepentimiento. Se incorporó con el pingajo en brazos y mientras lo lavaba con
agua fría en el fregadero se prometió confesarse el domingo siguiente. «Qué
cosas se me ocurren. Donde comen dos comen tres. Además siempre son bienvenidas
dos manos para trabajar, en cuanto levante un palmo del suelo podrá ayudar a
los vecinos en las labores del campo».
Cuando
regresó el resto de la familia, el marido de jugar la partida y los dos
hermanos, Genaro y Manoli de la escuela, echaron un vistazo al canastillo del
gato, miraron interrogativos a la madre y se sentaron a comer la sopa. Después,
cada uno siguió a lo suyo.
Así fue la
acogida que tuvo el pequeño Alberto el día que vino a este mundo. Pasaron los
años, y el niño continuó siendo una sombra, un ente invisible, un cero a la
izquierda. Como era tan pequeño, a menudo no conseguía probar bocado del
puchero, pues no llegaba a la mesa, pero nadie parecía darse cuenta. Se
acostumbró a comer hierbas y raíces y a hurgar en las bolsas arrojadas al
callejón de detrás de la tasca. En la escuela no le mencionaban al pasar lista,
porque sus padres habían olvidado matricularle, así que tampoco podía
presentarse a los exámenes. Daba lo mismo, el maestro ni siquiera había notado
su presencia en el aula.
Entonces, un
día, escuchó en la radio que se había declarado la guerra civil. Con dieciocho
años, tomó la primera y única decisión importante de su vida: marcharse a
Francia. Y no fue por ideales políticos, ni por temor a ser reclutado, ni por
miedo a resultar herido en la contienda. No. Lo que ocurrió fue que su hermana
iba a casarse y él debía estar obligatoriamente presente en la ceremonia. Él,
que apenas sabía hablar, que nunca había sido invitado a un cumpleaños, ni había
jugado con los otros niños… Así que cogió las cuatro cosas que tenía y sin un
duro en el bolsillo, cruzó la frontera y no paró de andar hasta que tres meses
después llegó a una gran ciudad llamada Lille, un buen sitio donde podría
seguir pasando desapercibido.
Y consiguió
su objetivo: vivir en paz. Aprendió el oficio de pintor y vivió tranquilo el resto
de sus días. Después de haber alcanzado la gloria eterna, unos operarios del
ayuntamiento, alertados por la vecina que se quejaba de humedades en su vivienda,
echaron abajo la puerta de su casa y se encontraron el esqueleto de Alberto
sentado en la mecedora. La última hoja del calendario de la pared llevaba sin
ser arrancada casi quince años.