LA HERENCIA DE ISIDORO
—Este Semana
Santa iremos a ver al abuelo Isidoro. Si no quieres que papá se enfade, pórtate
bien y préstale atención cuando te hable. Espero que tengamos la fiesta en paz,
eh, Javier. No te lo voy a repetir.
Las amenazas
de mamá anunciaban las odiosas vacaciones. Un par de veces al año íbamos de
visita a la casa del pueblo, donde vivía mi abuelo paterno, un vejestorio
caduco a quien mi padre llamaba de usted. A mí me habían insistido en que le
dijera «abuelo Isi», vaya nombre de mierda, aunque la verdad es que pocas veces
tuve que hacerlo, pues apenas le dirigía la palabra. No me gustaba. Esos
pelillos que le asomaban por la nariz como alambres, la boina siempre
incrustada en el cráneo, los ojillos de ratón que se me clavaban en el cogote…
¡Si hasta me avergonzaba asistir a misa con el viejo, que parecía que iba
al entierro de una momia con ese traje de paño! Evitaba coincidir con él en el
salón o la cocina, me ponían de mal humor sus silencios, sus sentencias
inacabadas… Aunque sí es cierto que me enseñó a hacer un tirachinas, esto sí
que me gustó; y un anzuelo para pescar y otras cosas de ese estilo que no
sirven para nada… Se pasaba las horas paseando por el pueblo y los prados,
mirándolo todo, charlando con los vecinos de cosas absurdas. Yo no le hacía ni
caso, me molestaba y mucho: me parecía un estorbo.
Esos días me
los pasaba deseando que terminaran aquellas vacaciones infernales. Durante
nuestra estancia, sin embargo, papá se transformaba. Sonreía mucho y besaba a
todas horas a mamá. Algunos días, antes de que amaneciera, se iba con el abuelo
al monte y cuando regresaban al atardecer, se tiraban horas charlando delante
de la chimenea. Mamá quería que yo me quedase con ellos, «escúchales, hijo, son
historias muy bonitas», pero ¡qué va! Yo me escapaba con la Playstation a mi
cuarto, menudo rollo escuchar a esos dos. A veces, a través del tabique, oía
cosas como que «al fuego hay que saber escucharlo, la lluvia se anuncia antes
de llegar, las primeras nieves se huelen, los grajos anticipan malas cosechas…
», y chorradas así. Cuando por fin volvíamos a nuestra casa, todo volvía a su
sitio. Y papá también, aunque tardaba un tiempo en quitársele los coloretes y
volver a ser el mismo gruñón de antes.
La verdad: no
soporto estar con la tele apagada tanto tiempo, ni sin mi ordenador y mi PSP;
ni que me expliquen las rutas de las hormigas a las que siempre piso o si el
tejo es venenoso y bla, bla, bla… Cuando se lo cuento a mis amigos del cole,
nos partimos con sus ocurrencias. ¡Vaya con el carcamal del abuelo…!