EN UN INSTANTE
—Café largo
con una nube de leche desnatada, y que esté muy caliente, por favor. Sírvamelo
en vaso de vidrio con asa y no olvide traer la sacarina líquida. —Pierre se asegura de que el
camarero anota bien la comanda estirando un poco el cuello para ver la pantalla
táctil—. Y traiga también un digestivo, sin hielo. Ginebra, eso es.
—Bien, señor.
¿Y usted qué tomará?
—Un cortado,
gracias —pide Michel.
Los dos
hombres están sentados en la terraza de la cafetería «Chez André» en el paseo
marítimo de Niza. El azul del Mediterráneo lame las arenas blancas, a escasos
metros de sus pies. Las mesas y sillas son de un material resistente al salitre
y llevan la firma de un conocido diseñador, como el resto del mobiliario de
este local. Hasta los camareros que atienden parecen sacados de las fotografías de
una revista de moda.
En la acera
de enfrente, un vagabundo con aspecto de náufrago arrastra un carrito de
supermercado lleno de trastos. Se acerca a los contenedores de basura e
introduce medio cuerpo dentro de uno para reaparecer al rato con una tostadora
escacharrada que coloca con cuidado en el fondo del carro, junto a otros
objetos variopintos.
Pierre da un
sorbito al café y lo vuelve a posar en el platillo. Se seca una inexistente
mancha en los labios con la punta de la servilleta y comenta con desprecio:
—Deberían
prohibir el acceso de pordioseros a las zonas nobles de la ciudad. Date
cuenta de que aquí se vive del turismo; flaco favor hacen merodeando de acá
para allá con esas pintas y esos cachivaches.
—Este fenómeno
no es exclusivo de aquí, Pierre. Es una injusticia social que existe en todas
partes, no podemos pretender obviarla. Es el lado oscuro del progreso. —Michel
observa al indigente con curiosidad, le recuerda a alguien, pero no consigue
dar con quién.
—Ya, ya, pues podían
quedarse hurgando en las basuras de sus barrios, la verdad: me molestan.
Mírale, ahora dándole a la botella: esta gente tiene lo que se merece, no hacen
nada por salir de su situación. Bebiendo no se soluciona nada. —Pierre apura
pausadamente su copa de ginebra añeja y hace señas al camarero para que le
sirva otra—. Seguro que no ha trabajado en su puñetera vida, y con esas barbas
mugrientas y esa capa de mierda que lleva encima, tampoco creo que tenga
en mente hacer ningún intento por encontrar un empleo.
Michel sigue
sumergido en el pozo de sus recuerdos, intentando rescatar esa imagen olvidada.
Siente un poco de vértigo cuando empieza a aparecérsele una cara conocida, y
como en una pantalla de ordenador, ambas imágenes, la del mendigo y la de su
recuerdo, se
solapan hasta conformar un rostro con nombre: Paolo Lavigne, un antiguo colega
del departamento de investigación y desarrollo.
—Fíjate en
nosotros dos, querido Michel, cómo hemos sabido aprovechar las
oportunidades que nos ha brindado la vida: internados en Suiza, lejos de
nuestras familias; las mejores universidades privadas, esforzándonos por seguir
las materias en otros idiomas… ¿Nos hemos ganado nuestra posición, sí o no? En
este mundo hay triunfadores y perdedores, nadie regala nada. Todo a base de
sacrificio y tesón. Es lo que hay, no intentes justificar lo contrario.
El náufrago
se aleja empujando el carro. De vez en cuando hace una reverencia a las señoras
con las que se cruza en el paseo, tan elegantes con sus pamelas y parasoles, y ellas
elevan la barbilla altivas, o se aprietan fuerte al brazo de sus acompañantes,
que sonríen condescendientes. Michel hace un esfuerzo por recordar: hace cuatro
años, Paolo, de cincuenta, fue despedido y sufrió un escarnio mediático por un
asunto de abuso de menores que no quedó lo suficientemente aclarado. Cometió el
error de confiar en su inocencia y no recurrir a un buen abogado. Su familia le
dio la espalda, abochornada, y ninguna empresa volvió a contratarle.
—Cualquiera
de nosotros —susurra entristecido por estos recuerdos— puede hundirse en
el fondo de un pozo, Pierre, cualquiera. —Su amigo está consumiendo la
quinta copa, y con los párpados entrecerrados mece su mirada al ritmo de las
olas—. Solo hace falta que concurran las circunstancias necesarias y el cóctel
explosivo está servido. Ninguno estamos libres.
—No te dejes
engatusar por esa cháchara comunista, Michel: nosotros somos caballos
ganadores. Hemos conseguido un tejido social bien armado, unas familias
estructuradas, ¡tenemos madera de triunfadores! Los que caen tan bajo nacieron
sin estrella y se han visto atrapados en callejones sin salida porque son unos
desgraciados. Venga, vamos al club a hacer unos hoyos, hoy me siento
particularmente contento, esta brisa marina me aclara el espíritu. —El camarero
les trae la cuenta—. Deja, deja, que yo me hago cargo. De momento, jeje, puedo
permitirme convidar a un buen amigo.
Pierre deja
un billete de propina en el platillo y los dos hombres se dirigen a sus
respectivos automóviles. El club está a diez minutos de allí, siguiendo una
sinuosa carretera. Pierre arranca su deportivo rojo, pese a las insistencias de
su amigo «no conduzcas en ese estado, te vienes conmigo y mañana te acerco a
por el coche», y baja la capota para sentir la caricia del viento en su cara.
Con su música favorita de fondo, entorna un poco los ojos, sintiéndose el ser
más dichoso de la tierra.
Ni en el peor
de sus sueños podría Michel haber imaginado que su amigo tomaría la siguiente
curva a demasiada velocidad, provocando que un autobús lleno de escolares se
despeñara desde una altura de cincuenta metros hasta el fondo rocoso sacudido
por las olas.