METAMORFOSIS
—¡He dicho mil veces que no y
que no, y sanseacabó lo que se daba! —atajó mi madre mientras nos sentaba a
todos juntos en dos asientos del autobús. Así solía dar por zanjados nuestros
berrinches. Normal, éramos cuatro hermanos de entre nueve y cuatro años y no
era plan dejarse engatusar con nuestros caprichos. Sin embargo aquel día debía
estar soplando el viento sur, o afloró su lado más infantil, o quizá le había
dado una insolación. Desde luego, no recuerdo que bebiera. El caso es que, contra
todo pronóstico, aquel día nos salimos con la nuestra.
Corría el mes de julio de 1976
y el Seat 600 que utilizábamos para desplazarnos estaba en el taller, por eso
no nos quedaba más remedio que coger el autobús para ir a la playa. Detrás de
aquella recién descubierta parada de autobús había una tienda de animales.
Varios niños pegaban su nariz en el escaparate haciéndose hueco como podían
para contemplar el espectáculo: docenas de pollitos de lindos colores
correteaban en una urna transparente. Tenían el tamaño de un huevo (lógico,
eran casi recién nacidos) y parecían bolitas de algodón de las que emergían el
pico, los ojillos negros y dos patitas, finas como alambres. Una auténtica
maravilla.
Para nuestra sorpresa al volver
de la playa mi madre nos guió al interior del local y salimos de allí con
cuatro pollitos. Cada uno escogió un color: amarillo limón, celeste, rosa
chicle y rojo. Recuerdo que eran tan chiquitos que nos cabían de sobra en la
palma de la mano y tan frágiles que a nada que presionaras su cuerpo sentías
todos sus huesecillos. Debían de estar muy atacados, porque sus tibios cuerpos
se agitaban al compás de los latidos de su corazón.
Mi padre no dijo nada al
vernos entrar en casa con tanto alboroto. Solo torció un poco el gesto antes de
desaparecer en su despacho.
Los nuevos inquilinos fueron
ubicados dentro de una caja de cartón en el aseo (teníamos dos baños más).
Podíamos jugar con ellos en nuestro cuarto y en el pasillo, pero luego había
que retornarlos a su cajita. Como nuestra experiencia con mascotas se limitaba
a ver nadar a los peces de colores (uno cada vez, cuando saltaba y moría en el
suelo de la sala era sustituido por el siguiente), este cambio nos resultaba de
lo más divertido. Pero en unas semanas todo cambió.
Nuestro interés por los
animalitos fue decayendo conforme ellos crecían. Cuando la pelusilla de colores
fue sustituida por un sucio plumaje, sin ningún atractivo, nos dimos cuenta de que
eso no era con lo que nos habíamos ilusionado. Además, piaban enloquecidos a
todas horas y las paredes y suelo del baño, por más que los limpiaran, estaban
siempre llenos de excrementos
Mi padre dijo a mi madre que esto
no podía seguir así. La verdad es que el hedor se había propagado al resto de
la casa, pero ¿qué se podía hacer?
El verano tocó a su fin y nos
incorporamos a las clases. Un día al volver del colegio nos encontramos con la
puerta del aseo abierta de par en par. Las paredes y el suelo habían sido
fregados a conciencia, el olor había desaparecido y no había rastro de las gallinas. Mi padre había dicho basta. No
preguntamos nada, creo que nos sentimos aliviados de la carga y contentos por
recuperar el baño.
No se volvió a mencionar el
tema, pero durante una temporada desapareció del menú casero el arroz con
pollo.