EL
NIDO
(Don
Ricardo está leyendo la editorial del ABC en su butaca. Lleva puesto su batín
de seda granate y las pantuflas a juego, su traje de los domingos. Para no
tener que salir de casa, va a misa los sábados por la tarde).
DON RICARDO: (levantando la vista del periódico) Ah,
eres tú, Enrique, no te había oído entrar.
ENRIQUE: (retorciéndose las mangas de la camisa) Hola, papá. ¿Te… te importa
que me siente aquí? (se deja caer en el
sofá contiguo).
DON RICARDO: No, no, para nada,
hijo. ¿Has desayunado? Tu madre ha hecho
tortitas.
ENRIQUE: Sí, papá. Mamá ha
salido a comprar el pan. Quería comentarte una cosa… es importante…
DON RICARDO: (golpeando el periódico con un dedo) ¡Esto
es indignante! Ya sabía yo que antes o después estos inútiles meterían mano a
las pensiones. Menos mal que nosotros tenemos un buen colchón. ¿Decías algo,
hijo?
ENRIQUE: Mira, verás… (bajando la vista a la alfombra) Lo he
pensado mucho, papá. Yo… quería decirte que ha llegado el momento de…
DON RICARDO: (quitándose las gafas muy despacio) ¿Te
encuentras bien, Enriquito? Tienes mal aspecto. ¿Has tenido algún problema en
la universidad? Cuéntame, soy todo oídos.
ENRIQUE: (lanzado) Que me voy de casa, papá. He decidido independizarme.
DON RICARDO: (elevando un poco el tono de voz) ¿Cómo
irte de casa? ¿Y dónde vas a estar tú mejor que aquí? ¿Tienes alguna queja de
nosotros, has discutido con tu madre?
ENRIQUE: No es eso, papá. Es
solo que creo que necesito un poco de espacio para…
DON RICARDO: ¿Es que no es
grande tu habitación? ¡Si tienes hasta una bicicleta estática! Y el baño,
bueno, sí, tenemos que compartirlo los tres, pero nunca te he oído quejarte.
ENRIQUE: A vosotros dos
también os vendría bien disfrutar de un poco de intimidad. Siempre protestáis
cuando viene algún amigo.
DON RICARDO: La juventud de
hoy en día es que no sabéis reuniros sin poner la música a todo volumen, pero
eso lo podemos hablar con tranquilidad, hijo, no saques las cosas de quicio.
Además, con lo cara que está la vivienda, te va a resultar imposible encontrar
un sitio decente (abre mucho los brazos
abarcando todo el salón). Esta es tu casa, tu madre se va a llevar un
disgusto. Con lo delicada que está….
ENRIQUE: (resoplando) Mamá está como un roble, papá, y tú también. Así le
quito una carga de encima, que ya va siendo hora. Yo vendría a visitaros con
frecuencia, no te preocupes por eso.
DON RICARDO: (refunfuñando) ¡Qué egoístas sois los
jóvenes! En cuanto nos hacemos viejos los padres ya queréis salir huyendo, como
si apestáramos. Cuéntale la verdad a tu padre: ¿estás mal a gusto en esta casa?
Si tienes alguna queja, hablemos sobre ello. Todo tiene solución en esta vida…
menos la muerte (suspira en un lamento).
No lo entiendo, Enriquito, no lo entiendo.
ENRIQUE: (frotándose la barba) Papá, tengo cuarentaitres años y he conocido
a una mujer, una compañera del departamento. Estoy dirigiendo su tesis y llevamos
saliendo juntos desde mayo.
DON RICARDO: (alterado) Pero, hijo, ¿es que no
tuviste bastante con aquella pelandusca de Isabel? ¡Cómo nos engañó a todos! Lo
que te hizo sufrir la muy víbora. Recuerdo cuando volviste a casa tras el
divorcio, parecías una piltrafa, y tu madre y yo te acogimos con los brazos abiertos.
Pensé que habrías escarmentado, la verdad.
ENRIQUE: (se acomoda en el sofá, cansado) Bueno, sí, papá, y os estoy muy
agradecido por vuestro apoyo. Pero esta chica es distinta y queremos intentarlo
juntos. Se llama Ester y tiene treintaicinco años y es una muy buena persona. Me
voy a vivir con ella, ya hemos alquilado un apartamento.
DON RICARDO: Sabes muy bien lo
que opino de los alquileres: eso es tirar el dinero. Aquí vives a cuerpo de rey
y sin derrochar un duro. ¿Lo has pensado bien? Las mujeres, a excepción de tu
santa madre (coge con delicadeza una foto
del matrimonio que hay sobre la mesita) son todas unas brujas; y además
dices que a esta la conoces desde hace solo unos meses. ¿Habéis pensado en
boda? ¡Ay, una boda por lo civil! No sé si el corazón de tu madre lo resistirá.
ENRIQUE: (levantándose) Mamá está al tanto y le parece muy bien. Se ha
empeñado en regalarme una vajilla y dos juegos de sábanas. Y me ha pedido que
la invite a casa esta tarde para que la conozcáis. Ya verás como os gusta.
DON RICARDO: (volviendo a su lectura con desgana) Veo
que habéis estado conspirando a mis espaldas, como siempre. Bien, haz lo que
quieras. Ya sabes que aquí estaremos siempre esperándote tus ancianos padres.
Las mujeres son todas unas pécoras, ve con cuidado, hijo.
(Enrique
cierra la puerta por fuera y respira aliviado, parece que no ha sido para
tanto. En la sala, don Ricardo va pasando distraído las hojas del diario hasta
que su mirada se acuna en la foto de un bebé sonriente. Acaricia con su dedo el rostro del niño del anuncio y su cara se ilumina con una sonrisa).