EL
PARTIDO
Guillem aparca el coche de
cualquier manera en la plaza reservada para minusválidos y corre hacia el
portal. La llave se resiste unos instantes en la cerradura. El ascensor no
funciona, así que sube las escaleras de dos en dos y entra por fin en su
apartamento. Se sienta en el sofá, abre una de las latas de cerveza que trae, coge
el mando a distancia del televisor y da al botón de encendido.
Dos horas antes, a las seis y
media, mientras bebía el séptimo café de máquina, casi se ahoga al oír la
propuesta de su jefe: pedir en la cafetería de abajo unos pinchos y refrescos y
ver todos juntos la final de la liga entre el Barça —su equipo— y el Real
Madrid en la sala de reuniones. Don Ignasi era un pelota de tomo y lomo:
llevaba todo la mañana y toda la tarde aplaudiendo las sugerencias de los tres
ejecutivos venidos de la capital, seguramente pensando en su posible ascenso. Daba
pena ver al pobre barrigudo cincuentón besar el suelo que pisaban los tipos
aquellos. Desde el momento en que se les presentaron, a Guillem no le habían
caído nada bien. La flacidez dando la mano le pareció lo menos parecido a un
apretón como dios manda. Y además los veía clónicos: gafas de pasta, trajes
oscuros (no se habían quitado la chaqueta) y corbatas de lunares. Hasta la raya
de la cabeza la llevaban en el mismo lado y no se les había movido ni un pelo después
de tantas horas de trabajo. Pero en un día como hoy le parecían, además,
adversarios, pues algún chistecillo desafortunado habían soltado sobre el
desenlace del partido que le había hecho hervir la sangre hasta ponerse rojo
como un pimiento, disimulando su rabia con un repentino acceso de tos. ¿Un culé
como él viendo un partido con sus jefes y rivales? Antes muerto.
Cuando apagaron los
ordenadores portátiles, el reloj marcaba las ocho menos diez y faltaban
cuarenta minutos para que diera comienzo el partido. La reunión con los
directivos de Madrid se había prolongado, daban demasiadas vueltas a los
expedientes antes de llegar a alguna conclusión. En la última hora y media,
Guillem no había escuchado nada de lo que se decía, intentando pensar en una
buena excusa (tenía que resultar creíble, don Ignasi le preguntaba siempre por
sus padres, debía inventarse algo sin implicar a los suyos) para largarse de
allí como fuera. La camisa la tenía empapada por la espalda y axilas y los
cabellos revueltos de tanto pasarse las manos adelante y atrás.
Con una aplicación que se ha
descargado en el móvil en una de sus escapadas al lavabo, recibe una llamada
ficticia que atiende haciendo aspavientos delante de sus colegas. Ha practicado
la comedia mentalmente y no le sale nada mal: es el presidente de su comunidad,
que le alerta de una fuga de agua en su piso. Tiene que acudir a cerrar la
llave de paso urgentemente.
Se disculpa azorado, ya le habría
gustado quedarse, en otra ocasión será. Se despide deseándoles buen viaje de
vuelta y se lanza a la calle como un rayo. En cuanto entra en su coche respira
hondo, esboza una sonrisa de alivio y mirando su reloj de pulsera, arranca y
mete primera, segunda, tercera… Si no le pilla un atasco, en veinte minutos
estará en casa. Se para en una gasolinera a comprar unas cervecitas frías, el
fútbol sin ellas no es lo mismo. En la caja, se cuela de un matrimonio de unos
setenta años con la excusa de que llega tarde a buscar a su hijo a la
guardería. La pareja mira las ocho latas que lleva y no dice nada. Vuelve al
coche y en la primera rotonda, vaya por dios, tráfico lento. Adelanta por el
arcén mientras los otros conductores no paran de tocar el claxon y enfila hacia
su barrio. Por el camino se salta una señal de «ceda el paso», lo que provoca
que un repartidor de pizzas caiga de la moto al intentar esquivarle.
Contrariado, se detiene unos metros más allá, pero al ver por el retrovisor al
muchacho incorporarse con la ayuda de unos transeúntes, decide que no necesita
su ayuda y continúa su camino. El velocímetro del coche marca 80 km/hora en un
tramo en el que la velocidad máxima permitida es de cincuenta, pero él va pensando en una sola cosa.
Está tan absorto que cuando
llega a su barrio no se da cuenta de que las farolas están apagadas y los bares
semivacíos o cerrados. En los edificios, todas las ventanas a oscuras. Cuando
Guillem entra al portal y llama al ascensor, tampoco se percata de que la
flecha verde no se enciende y, sin pensarlo, sube al galope los cinco pisos
hasta su apartamento. «¿Qué coño le pasa a la tele?», se pregunta mientras
golpea el mando contra la mesa.
Todavía sin comprender, sale
al descansillo de la escalera y pulsa el timbre de la vecina. Como no oye el
pitido, golpea tres veces con los nudillos. Una anciana con moño blanco y un
gato disecado debajo del brazo abre la puerta. Una caída en el sistema
eléctrico, le informa, ha provocado un apagón en el barrio a las seis de la
tarde y, según dicen en la radio, tardarán todavía unas dos horas en
restablecer el servicio.