Ramona
espera bajo la lluvia a que su madre pulse el botón del telefonillo para abrir
el portal. Está convencida de que se demora a propósito, siempre lo hace cuando
está jarreando. Sube las escaleras y al entrar apenas le roza con sus labios la
mejilla. Arrastra sus pasos hasta la cocina cargando con las bolsas de la
compra y la farmacia. El pasillo está a oscuras, doña Elvira tiene el hábito
del ahorro, «por eso habéis podido estudiar tu hermano y tú, haciendo tu
difunto padre y yo tantos sacrificios», le gusta insistir. «Aunque para lo que
ha servido…», puntualiza siempre con desprecio.
Deja en la mesa de la cocina las bolsas y empieza a
distribuir por la alacena y el frigorífico los alimentos.
—¡Ramoni, se te han olvidado las magdalenas! —ruta mientras
hurga en las bolsas—. Siempre se te olvida algo, no tienes cabeza.
—Madre, recuerde lo que dijo el doctor: nada de azúcar. Es por
su salud. Tómese la infusión y las pastillas —dice vigilando de reojo cómo se
las traga. Sabe que si no viene ella a dárselas no se las toma—. ¿Qué prefiere
hoy para cenar?
—¡Café y magdalenas! —chilla golpeando con la cucharilla la taza—
eso es lo que quiero, lo sabes de sobras, no sé por qué preguntas.
Ramona no contesta y empieza a batir un huevo para hacer
una tortilla. Todas las tardes le resultan igual de agotadoras. Cuando termina
su jornada como dependienta en una tienda de ropa, va al piso de su madre para
arreglar un poco la casa y traer los recados antes de regresar a la suya.
—Esta mañana vino a verme tu hermano. Un encanto, tan guapo, tan
bueno. Me trajo unos bombones muy ricos, coge uno —señala hacia la repisa
—están ahí.
A Ramona le sacude un mal presagio: su hermano Javier, el
ausente, el jeta. Hace como seis meses que no saben nada de él y mejor así,
siempre que aparece empiezan los problemas.
—Andará justo de dinero, para variar—. Ramona recuerda el
disgusto que se llevó su madre cuando el día de su cumpleaños no recibió la tan
ansiada llamada de su hijo predilecto, pero prefiere morderse la lengua. Su
madre tiene una memoria selectiva y solo escucha lo que quiere oír.
—Ay, Ramonita, no seas envidiosa, que siempre estás con lo
mismo. Javier es un buen chico. Me reí mucho con él, hacia tiempos que no me
reía tanto; contigo es distinto, tú eres muy seria —se queja haciendo con los
labios un puchero de desamparo—. Además, una anciana impedida como yo siempre
se alegra de recibir visitas. Me paso el día sooola y me aburro mucho.
Ramona empuja una silla y se sienta junto a ella. Abre el
estuche de esmaltes y limas y comienza a arreglarle las uñas.
—Madre, tiene usted setentaicinco años y no está impedida, puede
salir cuando guste; y no, no me venga con esas de que la calle está llena de
malhechores que atacan y violan a las ancianas, ve usted demasiada tele. Y si
se siente sola es por su culpa, nunca le agradan las chicas que contrato para
acompañarla durante el día. Y claro que conmigo es distinto, ¡yo vengo todos
los días y él solo asoma cuando le falta dinero! ¿O acaso no se da usted
cuenta? ¿Cuánto le pidió esta vez?
—Pero qué pesetera que me has salido, Ramoncha —le lanza una
mirada de reproche—. Decir esas cosas de tu pobre hermano. Si además todo queda
en casa, no entiendo por qué te tienes que poner así. Javier está pasando por
una mala racha y ya está. Tú siempre pensando en las perras. En la cartera
tenía unos billetes, eso le di, pero me prometió que a la siguiente vez me los
devolvería; qué desconsiderada eres.
Ramona friega los platos sucios, deja preparada una cafetera de
descafeinado para el desayuno y descongela una ración de alubias para el
almuerzo. A la cabeza se le viene la imagen de su hermano, aquel niño de rizos
rubios y ojos azules que derrochaba desparpajo, convertido ahora en un
cuarentón calvo que vivía a costa de sablear a familiares, amigos y conocidos
vendiéndoles los distintos productos que desfilaban por sus manos como
comercial. Desde luego, la cara dura la seguía teniendo.
—Mírame a ver estos pelitos que me salen del bigote, hija — dice
la vieja con su voz más meliflua— que los toco y pinchan.
—Madre, eso mañana. Hoy es miércoles y ya le he hecho la
manicura. Mañana nos ponemos con la pinza, hoy no da tiempo a todo, tengo que
irme, ya lo sabe.
—Siempre estás con las prisas; en cambio, tu hermano Javier…
Ramona no puede más. Se despide con un beso acelerado y
escapa apresurada a la calle. Una lluvia fina la recibe, se ha olvidado el
paraguas arriba y ahí se quedará hasta el día siguiente. Se sube el cuello del
abrigo y con los puños apretados en los bolsillos enfila sus pasos calle abajo.