SE
LAS LLEVÓ EL VIENTO
A su paso por cada ciudad
amurallada o aldea perdida en el bosque, el desconocido ocupaba una esquina en
la plaza y empezaba a contar las más hermosas historias jamás oídas. Atraída
por sus palabras, la gente iba acercándose a él y, guardando un reverente
silencio, le escuchaban durante horas, recreándose con cada nueva expresión con
gran entusiasmo Al ciego se le iluminaba la cara, el loco se sumergía en un
pozo de calma y el poeta sufría delirios al intuir el tesoro que poseía el
extraño. Entre los más ancianos alguno afirmaba haberle visto antes en otro
lugar, pero en seguida lo olvidaba, dejándose acunar por la melodía de sus cuentos.
Arrastraba una carreta que contenía
un viejo baúl. Permitía a los niños asomarse a su interior y sonreía enigmático
cuando, admirados, comentaban que no veían el fondo. Atendía a unos y otros con
interés, abría cajitas y siguiendo sus deseos les obsequiaba con voces cargadas
de música, de sentimientos… Las guardaba clasificadas por su significado, por
su belleza, y siempre hallaba las más precisas para cada uno. Pasado un tiempo,
desaparecía en la noche y proseguía su camino.
Un día supo que había llegado
al final de su viaje: ni uno solo de los reinos sobre la tierra había quedado
sin visitar. La semilla había sido esparcida. Se retiró a lo alto de una
colina, destapó el baúl e imploró al firmamento. De pronto se levantó un
vendaval que se llevó consigo todas las palabras y frases que atesoraba.
El cuerpo del desconocido
nunca apareció y el baúl vacío fue
encontrado por el poeta que, ávido de nuevas palabras, le había acompañado en
el último tramo de su recorrido. Desde ese día, se dice que cuando la musa se escapa
a jugar con sus amigas, los escritores elevan anhelantes la mirada al cielo.