RESACA
El primer destello de
sol se batía inexpugnable contra la amodorrada niebla nocturna cuando bajó los
desgastados peldaños de la escalera y se adentró en el temible domingo,
tropezando contra el aparador de la entrada y las paredes del pasillo.
Nunca antes había
sentido tanta sed, o al menos no lo recordaba. La cabeza le giraba como una
noria, la luz abrasaba sus ojos, sentía el estómago arrugado y tenía por lengua
un estropajo. Aquello era un descenso en toda regla a los infiernos, que inevitablemente
emprendía de cuando en cuando. De sábado en sábado, para ser más exactos. Lo
que sí recordaba (ahora), es que tendría que cumplir con esta dura penitencia;
por lo menos, hasta después de comer algo. De momento, lo que necesitaba era
dar un trago de agua.
Comenzó su
escalada el sábado al mediodía, al salir de la oficina. Era el cumpleaños de
Rafa, el de informática, que se empeñó en convidarle a «un vinito». Ahí
iniciaron, mano a mano, el ascenso a la cumbre: que si unos aperitivos y unos vermús
por aquí, que si unas cañas y unas tapas por allá… Así hasta las nueve de la
tarde, momento álgido del día, cuando uno de los dos, qué importa quién,
propuso tomar unas raciones en una bodeguita de moda. Ninguno consideró
oportuna la retirada ni vio el peligro, así que allí se fueron a picar algo de
queso y a trasegarse unos litros de vino.
Unas horas
más tarde, ya convertidos en incondicionales amigos de toda la vida, los dos compañeros
brindaban cada trago… ¡Pero qué bien se lo estaban pasando! Después de
ventilarse unos chupitos para hacer la digestión y con el ánimo por las nubes,
se acercaron a la zona de ambiente a tomar una copichuela «tranquila» en una
terracita. Que al final se convirtió en varios cubatas y unos bailes con la
camisa desabrochada y la corbata anudada en la frente.
Cuando
salieron del pub comenzaba a clarear el cielo. Aquí sería, más o menos, donde
nos encontrábamos al principio de esta crónica etílica.
Al
despertarse en su habitación, con los pies sobre la almohada y los números
rojos del reloj de la mesilla marcando las 13:24, lo último que recordaba de la
noche anterior era la luz verde del taxi que le llevó a casa y los escalones
torcidos y resbaladizos que le separaban de su cama.
Y lo primero
que se le ocurrió fue que, si se espabilaba un poco, lo justo para darse una
ducha, todavía estaría a tiempo de acercarse a la tasca del barrio para hacer
la ronda de blancos.